Melancolía.- Tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales, que hace que no encuentre quien la padece gusto ni diversión en nada.
Es tan precisa y exacta esta definición, y tan coincidente con lo que a veces siento al dejar Madrid, que bien podría en este punto dar por terminado este ensayo. Más no lo haré. Me gusta escribir, y este blog es un refugio, una posada, un hotel de madrugada, debe ser aquí donde descargue mi exceso de equipaje y cualquier otro peso que me acompañe en mi viaje.
Estos cinco días de formación y aprendizaje en Madrid los he dedicado a mi trabajo por las mañanas y a la familia y los amigos por las tardes. Con una agenda suficientemente apretada y un buen número de taxis, he logrado ver a papá, a mamá, a la abuelita, a mi tío Jesús, a Sergio, a Juan, a Jaime, a Antonio, a Iñigo, a Raquel, a Nacho, a Juan Pablo, a Carmen, a Javi, a José Luis y a María. Y por falta de tiempo y a veces incluso de medios (porque no dispongo de coche en Madrid), me he dejado por el camino, cosa que lamento especialmente, a Noemí, a David, a Manu, a mis primos, a César, a mi hermana,… por mencionar sólo a unos pocos.
Pero más allá incluso de todas estas personas que visitadas o sin visitar dejo atrás al marchar, reconozco que existe otro dolor suave, otra sensación de pérdida que me acompaña en este vuelo de regreso a Barcelona. La nostalgia es sutil, opera mediante detalles infinitesimales, pequeñas cosas propias del lugar que abandonamos y que sabemos no encontraremos allá donde vamos, como las hojas grandes y caducas de los pseudoplátanos, que en otoño alfombran las aceras de Madrid, se acumulan entre los coches aparcados y anegan las alcantarillas. O la luz limpia y oblicua del sol invernal golpeando los edificios altos y blancos de la Gran Vía, bajo un cielo azul intenso, camino del bullicio y el ajetreo de personas que cruzan sus caminos sin mirarse en la plaza de Callao. Cuando la Navidad se acerca, antes incluso de que se adornen y se enciendan las luces de los centros comerciales o aparezcan en televisión los primeros anuncios de juguetes, hacen su aparición, como un presagio, las nieblas nocturnas, elevándose del asfalto de las calles hasta la altura de las farolas cuyas luces amarillas se emborronan y difunden como guirnaldas suspendidas.
El fantasma de todas estas imágenes es el que ha cogido conmigo el puente aéreo. Supongo que son detalles entre los que vivimos sin más, y que a fuerza de costumbre no percibimos ni hubiéramos percibido nunca tal vez de haber permanecido allí el resto de nuestra vida. No fuimos conscientes de ellos hasta que el destino trajo un cambio y los perdimos. Supongo que de eso se alimenta la nostalgia, de pérdida, quizá no real pero sí sentida.
Mientras el comandante anuncia nuestro inminente aterrizaje en el Prat, me incorporo y me ajusto el cinturón. Miro por la ventanilla del avión y veo luces allá abajo que salpican la noche oscura, y disfruto y bebo con calma de esta melancolía y esta nostalgia que ahora me inundan, consciente de que se trata de algo efímero, que mañana habrá desaparecido, cuando esta otra bella ciudad de Barcelona me acune y me asuma, como un nuevo y brillante amor que desdibuja pero no borra del todo el anterior.
1 comentario:
Ah... las aceras cubiertas de hojas de pseudoplataneros. Esa es mi imagen favorita de Madrid, lo que más me gusta de esta ciudad, una de las cosas que más me costaría dejar.
Publicar un comentario