sábado, 25 de octubre de 2008

Las Ondas de Elliot



Recientemente, en una breve estancia de 4 días en Madrid, en casa de mis padres, cayó en mis manos un viejo manual que en su momento, años ha, debió venir como regalo de alguna revista financiera que mi padre, muy aficionado a la bolsa y las finanzas, compraría persuadido o esperanzado de encontrar allí alguna clase de panacea predictiva o sortilegio infalible para los ahorros familiares.

Puesto que hallé el manual abandonado en un estante y cubierto de polvo, doy por hecho que a mi padre no le fue muy útil pero he aquí que su título, “Manual de las Ondas de Elliot”, atrajo sin embargo mi curiosidad. Debo explicar que como físico que no ejerce, la palabra “onda” me pone a tono, y cuando al abrirlo descubrí además que en sus últimas páginas mencionaba cierto soporte matemático, no tuve otro remedio que raptarlo inmediatamente y traerlo a Barcelona.

Hoy, yendo al trabajo en el traqueteo monótono de un vagón de Cercanías, lo fui leyendo y desgranando con auténtico asombro y curiosidad. Curiosidad, porque cabe en seguida preguntarse si un libro que describe y analiza el vaivén de los mercados, hasta el punto de dar una predicción que asegura fiable, pudo o podría haber predicho el rumbo o tendencia de las bolsas previo a la actual crisis financiera, evitando así el descalabro de muchos. Y asombro, porque, desde la primera página, el método y el análisis descrito por Elliot parecía tan, tan simple…

Básicamente y para no aburrir a nadie, la Teoría de las Ondas de Elliot describe la evolución del mercado en el tiempo como una composición sencilla de 8 ondas, 5 alcistas y 3 bajistas, clasificadas como impulsivas o correctoras según vayan a favor o en contra de la tendencia del conjunto de 8. La primera decepción fue comprobar que el tal Elliot (economista, 1871-1948), que no debía saber realmente lo que era una onda, ni trasversal ni longitudinal, utilizó indecorosamente ese nombre para describir tramos rectos en el tiempo, de pendiente positiva (ondas impulsivas a favor de la tendencia) o negativas (ondas correctivas en contra de la tendencia), y cuyo conjunto global sí toma la forma de ondas con periodicidad variable, de ahí la asociación, supongo. A cambio de mostrarnos esta burda simplificación, toda ella resuelta gráficamente, sin una sola ecuación matemática, Ralph N. Elliot nos regala un concepto elegante que hoy resuena en oídos de todos pero que en su época debió ser seguramente muy meritorio: la idea de que su ciclo de 8 ondas se repite dentro de un ciclo o estructura mayor con la misma forma, el cual a su vez se repite idéntico dentro de un ciclo aún superior, etc. En definitiva: una estructura fractal.


“Es hermoso. Dudosamente cierto –pensé- pero hermoso”. Sin embargo, como quiera que el manual seguía clasificando y aludiendo a una serie de reglas muy deterministas que a un físico moderno siempre le repulsan un poco, y como quiera que cada vez quedaba menos para que el tren se detuviese en mi parada, a medida que avanzaba en la lectura del libro empecé a despreocuparme de la descripción de esta “teoría de ondas”, que como digo era muy simple, y a buscar con encono la causa física, real, que lleva a un hombre a decir que el comportamiento de los mercados financieros es periódico, fractal y predecible. Es decir: ya me ha dicho usted, Mr. Elliot, cómo se comporta el mercado –y sin entrar a confirmar aún si esto es cierto y si funciona-, dígame ahora POR QUÉ, según usted, se comporta así.

Y entonces, ¡oh, alados querubines que oigo de pronto cantar entre nubes algodonadas!, ¡suena la música celestial y bailan los planetas!, aparece al final de este manual que devoraba sin piedad antes de alcanzar la estación de Gavà, nada más y nada menos que la sucesión de Fibonacci.
0, 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34,… esta sucesión de números naturales, desconocida en Occidente hasta 1202 pero conocida en Oriente desde muchos siglos antes, tiene tal cantidad de propiedades (http://es.wikipedia.org/wiki/Sucesi%C3%B3n_de_Fibonacci#Propiedades_de_la_sucesi.C3.B3n) que a pesar de ser todas ellas contrastables matemáticamente, rozan el concepto de lo mágico. O díganme si no parece magia que cualquier número natural pueda ser descrito como la suma de un número finito de términos de la sucesión de Fibonacci, o que el cociente de dos términos consecutivos de esta sucesión oscile alternativamente conforme ascendemos en el orden de los términos hasta alcanzar, en el límite, el denominado número áureo, 1.6180339887… pero, sobre todo, díganme si no parece magia que las hojas de los árboles dispongan su ordenación alrededor del tronco en base a este número dorado, que la relación de abejas macho y abejas hembra en un panal contenga ese mismo número, que esté presente en la moléculas de ADN, en la espiral de los caracoles y en el átomo y en la órbita de los planetas y en la organización neuronal del cerebro… y por favor no me hagan seguir porque al entender todo esto estuve a punto de saltar del tren en marcha y correr campo a través gritando “¡¡Arrepentíos!!, ¡¡¡arrepentíos hombres de poca fe porque el Juicio está aquí!!!” ;-)

Afortunadamente cuenta uno con cierta educación coercitiva, cierto escepticismo bien aprendido durante años de estudio en la facultad, que ayuda a mantener la cabeza en su sitio. En mi opinión, el Sr. Elliot, genio o tunante, debió en cambio perder la suya cuando decidió argumentar que su Teoría de Ondas para el mercado bursátil era una consecuencia de la sucesión de Fibonacci aplicada al comportamiento de las masas, un resultado lógico de los hombres como especie concentrándose en torno a la compra y venta de activos. Si el caracol y el árbol y los planetas participan de la serie de Fibonacci –dijo Elliot- ¿por qué no iba la raza humana y su juego especulativo del siglo XX a participar también de él?

A la espera de lo que puedan decir Eulogio, o Nacho, compañeros de facultad que han trabajado y trabajan precisamente en teorías matemáticas de predicciones de mercado, y que podrán tal vez aportar jugosos comentarios en base a su experiencia, tengo que dar mi opinión: (¡porque este blog es mío!, y porque uno nunca debe dejar pasar la oportunidad de ser el único que habla, mientras los demás callan ;-)

Sobre la naturaleza y la sucesión de Fibonacci: existen efectivamente numerosos casos en la naturaleza cuya estructura contiene bien la serie de Fibonacci, bien el número áureo o una forma fractal. Lejos de ser una coincidencia sorprendente, creo que no es otra cosa que el resultado de buscar un camino óptimo, sencillamente el camino que sigue la evolución, entendida esta como una búsqueda continua del mejor método que garantice la supervivencia, no porque exista una “voluntad” de sobrevivir en la naturaleza sino sencillamente porque lo que no sobrevive perece y deja de existir. Así, los árboles disponen sus ramas para que todas sus hojas reciban un máximo de insolación, los helechos tienen esa estructura fractal para maximizar la superficie de traspiración en el mínimo volumen y, de la misma forma que las cosas vivas sobreviven sólo si encuentran ese camino óptimo, lo inanimado no llegan siquiera a existir (o lo hace por poco tiempo) si no es estable, es decir, si no cumple relaciones o proporciones naturales que garanticen esa estabilidad y permanencia, y que devienen, en última instancia, de leyes conocidas o no tan conocidas, como ocurre en cosmología, pero siempre físicas, no numerológicas. Es decir, ya superamos a Pitágoras, y hay una razón para la forma que adquieren las cosas y sí, es cierto, también algunos números óptimos, áureos, pero siempre como consecuencia de razonamientos o principios lógicos, como el de mínima energía o el de máxima entropía, de ecuaciones naturales como las de la Relatividad que carecen tal vez de la magia oculta del pentagrama pero no de una asombrosa belleza.

Sobre la Teoría de Ondas de Elliot: se trata de una teoría basada en la observación detallada de las variaciones del mercado por un sujeto minucioso que elaboró una forma sencilla e irreal de predecir el valor futuro del mercado y quiso excusarse por su temeridad buscando una explicación harto complicada, asombrosa y de nuevo irreal: autosemejanza y fractales en las fluctuaciones del mercado, la serie de Fibonacci apareciendo como medida para predecir el futuro de la renta variable y el número áureo coaccionando el libre albedrío del ser humano y de la naturaleza estocástica del planeta en que vivimos. ¡Por dios!, a veces un huracán destroza las cosechas de aceite de palma y las acciones de éste bajan arrastrando a todo el sector agroenergético, o un avión se estrella y la aerolínea propietaria o la empresa fabricante entran en picado. Incluso que el presidente de los Estados Unidos se lo monte con una becaria en el despacho oval puede repercutir en la bolsa… ¿sigue la lascivia de Bill Clinton la sucesión de Fibonacci?, ¿hemos de creer en el misterio de la numerología o admirarnos por el contrario con la belleza de las matemáticas y la alternancia de lo simple y lo complejo en el tejido mismo de la naturaleza?. La teoría de las Ondas de Elliot es una idea que científicamente resulta absurda, incluso ofensiva a la inteligencia, que se nutre de verdades parciales bien contrastadas y comprobadas para diversos fenómenos, pero que es falaz en lo fundamental: su explicación causal. Pero voy más lejos: creo que esta teoría, elaborada por Elliot durante los años 30, en la monotonía de los Estados Unidos sumidos en la “gran depresión” y, por tanto, sin demasiado componente de azar, fue rescatada en los años 70 para que alguien sin ideas propias y una gran capacidad para la especulación gratuita pudiera escribir un libro al respecto (¿Prechter?, ¿Frost?) y ganar una buena suma sin mayor dificultad ni dignidad que la utilizada por un famosillo de “Gran Hermano” que anuncia en TV su primer y único disco antes de que el mundo olvide su rostro para siempre. Aún así, hay muchos que piensan diferente (igual que hay muchos que opinan que el hombre nunca ha estado en la Luna) y no sería justo no dejar aquí este video:
http://www.youtube.com/watch?v=RE2Lu65XxTU


Mi tren se detuvo en la estación de Gavà justo después de que yo terminara de leer el manual de las Ondas de Elliot pero, debido a un retraso "impredecible", aunque frecuente en RENFE-Cercanías, perdí el minibus que me hubiera llevado al Centro de Control. Así que mientras esperaba en la acera desierta el paso de un nuevo trasporte, pensé en escribir esta entrada en mi blog y lanzar la pregunta a quienes tal vez puedan y se atrevan a responderla: ¿es realmente efectiva la Teoría de Ondas de Elliot?, ¿ha demostrado ser válida día a día?, ¿predice Crisis o cambios probables del mercado?, ¿ayuda a alguien a ganar dinero por otra razón que no sea la información anticipada que del mercado posee esa persona?. Porque si la respuesta a estas preguntas es afirmativa, creo que en mi próximo viaje en tren saltaré desnudo del vagón de cola y correré por la campiña catalana como mi madre me trajo al mundo para proclamar la buena nueva y convertirme, como el Lancelot de Excalibur, en un descreído barbudo que vaga sin rumbo por la Tierra.

viernes, 10 de octubre de 2008

MIND THE GAP: 4 días en Londres

Entre las pocas cosas que uno acumula de forma prácticamente invisible (desde luego no los años!), está la experiencia de los viajes. “Fuimos nómadas” -como decía Carl Sagan- Durante millones de años no hicimos otra cosa que viajar buscando el fruto de los árboles o persiguiendo las migraciones de los grandes rumiantes y ocho mil años después de habernos asentado gracias a la ganadería y a la agricultura parece que todavía le queda al hombre algo en su biología que le incita a emprender viaje. Pero no nos pongamos románticos en exceso: comparadas con las auténticas aventuras que iniciaban nuestros antepasados más remotos cuando cambiaban de valle o de llanura, o la de nuestros tatarabuelos cuando subían a un endeble barco de madera en busca de fortuna en las Américas, un viaje a Londres de cuatro días para un tipo escrupuloso y urbanita como yo no contiene mayor peligro ni entraña otros riesgos que el de ser devorado por los ácaros de la moqueta de una típica pensión inglesa o padecer media hora en el baño por culpa de un poco de “tap water” londinense.

Asumido esto, y con el permiso de mi Cristina (dios la bendiga), me “embarqué” en un vuelo increíblemente barato de la siempre estrafalaria Ryan Air junto a otros dos compañeros de la oficina, Sergio y Xavi. Los tres juntos, gracias sobre todo al conocimiento de la ciudad que Sergio tenía, recorrimos con eficiencia todos los lugares “obligados” de la capital inglesa e incluso tuvimos tiempo para una pequeña inmersión cultural en el barrio de Camden, a través de un auténtico pub inglés llamado “World’s End” donde pasamos una tarde estupenda escuchando música en vivo de jóvenes promesas británicas y bebiendo cerveza Foster o Guinness.

Para no aburrir en exceso, enumero a continuación algunas de las cosas que llamaron mi atención durante esos cuatro días en Londres:

“Mind the Gap”, esta frase todavía resuena en mi cabeza. El sistema de locución del metro londinense la pronunciaba con asiduidad para advertir del peligro de tropezar con el hueco entre tren y andén. En las líneas más modernas del suburbano, una voz femenina realizaba una completa advertencia. En las más antiguas, sin embargo, era una voz oscura y siniestra la que pronunciaba, arrastrando cada sílaba, un funesto “Mind the gap”, como si de un Gran Hermano vigilante se tratase. Sumado al hecho de que Londres está repleta, bajo el suelo y sobre él, de cámaras de vigilancia, le daba por momentos a la ciudad un aire Orwell a lo 1984.

La famosa campana de los pubs ingleses existe. Pero más que advertir de que el local cerrará en breve sus puertas, lo que hace es apresurarte a que tomes una última cerveza. Así que vas a la barra y pides la última… y cuando estás de regreso vuelve a sonar la campana, así que corres otra vez a por la última cerveza, y aún no la has apurado cuando de nuevo vuelve a sonar la campana y te diriges haciendo “eses” a por tu tercera “última” cerveza… Vamos, que la campana no es una tradición inglesa sino un invento del consumo despiadado!.

Londres tiene en general un nivel de vida muy superior al de, por ejemplo, Madrid. Esto es así tanto en la media estadística como, sobre todo, en sus extremos: en la ciudad que me vio nacer y crecer conozco barrios opulentos como Conde Orgaz o Puerta de Hierro, pero cualquiera de ellos palidece ante los barrios de Kensington o Notting Hill donde los BMWs y Mercedes son coches humildes, casi utilitarios, en comparación con los Aston Martin, Ferrari, Porche o Maserati que pueden verse por decenas aparcados en hileras de extremo a extremo de sus calles. Después de pasear por allí un rato, y del asombro y admiración inicial que estas máquinas perfectas despiertan, uno siente algo de vergüenza al preguntarse qué parte del tercer mundo estará pagando el lujo obsceno a la vuelta de la próxima esquina.

La puntualidad inglesa es un mito: en nuestro último día corrimos por los pasillos del metro (siempre vigilados por las cámaras…) para llegar a las diez de la mañana al cambio de la guardia a caballo, no tan famoso como el de la infantería de Backingham Palace pero –cuentan- mucho más vistoso. El cambio, después de esperar un buen rato con la cámara de fotos encendida, se produjo finalmente a las 10:17 y, quizá por la lluvia, quizá porque no éramos suficientes turistas, fue tan soso y breve como cabe esperar de un acto inglés.

¡Ah!, y finalmente, es cierto, las jóvenes inglesas incumplen más de uno de los tres principios de la Termodinámica o -como solían decir en mi facultad- en realidad añaden un cuarto: “Prefieren enfriarse con tal de calentar”, patente en faldas cortas como bufandas y vestidos finos como muselina, que en aquellas calles, frías y mojadas, no me inspiraba tanto deseo como dolor de garganta. En la foto, unas modelos posan en el escaparate de unos grandes centros comerciales (pincha, pincha en la foto sin miedo :-) El sexo –y esta es mi impresión como “Alfredo Landa español”- parece tratado en Inglaterra con desparpajo y provocación pero sin misterio.

Espero no estar dando una impresión negativa de mi visita a la ciudad del Thames: hoy estoy enfermo en casa, un resfriado inglés –supongo-, y este texto pudiera sonar a venganza ;-)



Así que vimos el Big Ben, las casas del Parlamento, St.Paul’s Cathedral, Coven Garden, Portobello, Picadilly, Trafalgar, … pero de todo ello me quedo con un apunte mental que hice después de mucho caminar. Y es que lo principal de este tipo de viajes que haces junto a amigos o compañeros no son tanto los monumentos que aparecen a la vuelta de cada esquina como las risas que el grupo comparte en las situaciones inesperadas, a costa de las costumbres locales más estrafalarias o sencillamente al disfrutar la alegría de una cultura y lengua mediterránea en contraste con un país que nunca entenderá que no es necesario formar una cola para coger el autobús.






En estos viajes, y sobre todo desde que existe la cámara digital, toma uno mil fotografías al día que contienen todos los lugares relevantes de la ciudad y sólo unas pocas fotos –acaso las más entrañables, las que son realmente depositarias de la memoria- que describen esas situaciones de amistad y camaradería. Y en ese sentido no conviene olvidar que lo importante de un viaje, tenga el destino que tenga, es volver a casa con la amistad fortalecida de quienes nos acompañaron, antes que con un montón de hermosas fotografías vacías.