Los que mejor me conocen saben que soy persona vehemente cuando discuto y que me gusta hacerlo sobre multitud de cuestiones relativas a política, derechos humanos, reparto de la riqueza, etc. Y no hace mucho, en mi última visita a Madrid, mientras argumentaba encendidamente con algunos amigos sobre cosas semejantes, me dio por pensar que todo cuanto digo, coherente con lo que creo y siento, no siempre he venido a subrayarlo con actos que den firmeza -o al menos sean consecuentes- a tantas y tan gratuitas palabras.
Como quiera que vivo dentro del paréntesis vacío entre la pujante juventud y la sosa y temible mediana edad, sin cargas familiares por tanto –al menos por ahora- y con un trabajo de jornada laboral continua, tomé la decisión a mi regreso de Madrid de dedicar al menos un par de tardes a la semana a realizar algún trabajo social para la comunidad, la de los seres humanos (conste que también pensé en trabajar para la comunidad de las abejas pero no sé bailar en círculos, su reina es una prepotente hinchada de si misma y la recompensa era empalagosamente dulce).
Evidentemente, puestos a elegir quién mejor era merecedor de mi tiempo y mis esfuerzos, pensé en grupos desfavorecidos antes que en banqueros deprimidos o agentes de bolsa desquiciados (por mucho que ahora, con la crisis, lo necesiten), y desgraciadamente no tuve que buscar mucho para que saliera de Internet una marabunta de ONGs y asociaciones que cuentan con el voluntariado como única opción para sobrevivir y mantener su acción social (http://www.hacesfalta.org/).
Apabullado por tanta necesidad, decidí ir poco a poco. Sabía por ejemplo que no podría trabajar con enfermos o discapacitados, porque son personas que necesitan de una sonrisa perenne y un ánimo inalterable que yo nunca me he visto capaz de mantener ante esas desgracias y frente a las cuales sólo sé ofrecer una tristeza compasiva y, en ocasiones, un inútil enfado con el responsable (sí, te hablo ti, dios de todas las cosas, hacedor de mundos, menuda obra…, te habrás quedado a gusto). [No os preocupéis, lectores, soy casi ateo, puedo permitirme la blasfemia]
Finalmente opté por concentrarme en aquello que más me ilusionaba y encontré algo relacionado con la enseñanza. Después de años de dar clases de mates, física o química a niños cuyos padres podían pagar hasta 20€ la hora por la satisfacción de creer a sus hijos bien educados mientras ellos salían un jueves a cenar, asistir en las mismas asignaturas a chavales cuyos recursos se limitan a lo que guardan en los bolsillos, que no tienen ningún hermano que haya acabado la Secundaria y que no han oído siquiera hablar de la Universidad, me pareció una penitencia adecuada. Así que desde hace unas semanas trabajo con dos asociaciones, una en L’Hospitalet y la otra en el Raval, enseñando matemáticas, física, química, inglés, informática y todo aquello que entre dentro de mi capacidad. Sé que no es mucho, sólo una gota de agua en el mar, pero –recurriendo de nuevo a nuestras amigas las abejas- es la suma de los comportamientos individuales la que define al conjunto que llamamos sociedad, y no podemos por otra parte aspirar a sociedades que posean virtudes que nosotros mismos no tratamos de alcanzar.
Y que nadie se lleve a engaño: no hago esto gratuitamente, ni me supone sacrificio alguno. Obtengo una tremenda satisfacción trabajando con mentes que aún tienen tanto por descubrir, tan abiertas y dispuestas a escuchar, disfruto hallando nuevas formas de explicar viejos conceptos, retrocediendo en el tiempo para recordar mi adolescencia, cómo era yo entonces, y, sobre todo, me considero privilegiado de encontrarme de vez en cuando con la inteligencia esquiva de un adolescente sin recursos que ha olvidado de pronto que estudia sólo para sacarse el graduado y ha empezado en cambio, como por arte de magia, a entender realmente las implicaciones del problema de geometría garabateado en su cuaderno.
Como quiera que vivo dentro del paréntesis vacío entre la pujante juventud y la sosa y temible mediana edad, sin cargas familiares por tanto –al menos por ahora- y con un trabajo de jornada laboral continua, tomé la decisión a mi regreso de Madrid de dedicar al menos un par de tardes a la semana a realizar algún trabajo social para la comunidad, la de los seres humanos (conste que también pensé en trabajar para la comunidad de las abejas pero no sé bailar en círculos, su reina es una prepotente hinchada de si misma y la recompensa era empalagosamente dulce).
Evidentemente, puestos a elegir quién mejor era merecedor de mi tiempo y mis esfuerzos, pensé en grupos desfavorecidos antes que en banqueros deprimidos o agentes de bolsa desquiciados (por mucho que ahora, con la crisis, lo necesiten), y desgraciadamente no tuve que buscar mucho para que saliera de Internet una marabunta de ONGs y asociaciones que cuentan con el voluntariado como única opción para sobrevivir y mantener su acción social (http://www.hacesfalta.org/).
Apabullado por tanta necesidad, decidí ir poco a poco. Sabía por ejemplo que no podría trabajar con enfermos o discapacitados, porque son personas que necesitan de una sonrisa perenne y un ánimo inalterable que yo nunca me he visto capaz de mantener ante esas desgracias y frente a las cuales sólo sé ofrecer una tristeza compasiva y, en ocasiones, un inútil enfado con el responsable (sí, te hablo ti, dios de todas las cosas, hacedor de mundos, menuda obra…, te habrás quedado a gusto). [No os preocupéis, lectores, soy casi ateo, puedo permitirme la blasfemia]
Finalmente opté por concentrarme en aquello que más me ilusionaba y encontré algo relacionado con la enseñanza. Después de años de dar clases de mates, física o química a niños cuyos padres podían pagar hasta 20€ la hora por la satisfacción de creer a sus hijos bien educados mientras ellos salían un jueves a cenar, asistir en las mismas asignaturas a chavales cuyos recursos se limitan a lo que guardan en los bolsillos, que no tienen ningún hermano que haya acabado la Secundaria y que no han oído siquiera hablar de la Universidad, me pareció una penitencia adecuada. Así que desde hace unas semanas trabajo con dos asociaciones, una en L’Hospitalet y la otra en el Raval, enseñando matemáticas, física, química, inglés, informática y todo aquello que entre dentro de mi capacidad. Sé que no es mucho, sólo una gota de agua en el mar, pero –recurriendo de nuevo a nuestras amigas las abejas- es la suma de los comportamientos individuales la que define al conjunto que llamamos sociedad, y no podemos por otra parte aspirar a sociedades que posean virtudes que nosotros mismos no tratamos de alcanzar.
Y que nadie se lleve a engaño: no hago esto gratuitamente, ni me supone sacrificio alguno. Obtengo una tremenda satisfacción trabajando con mentes que aún tienen tanto por descubrir, tan abiertas y dispuestas a escuchar, disfruto hallando nuevas formas de explicar viejos conceptos, retrocediendo en el tiempo para recordar mi adolescencia, cómo era yo entonces, y, sobre todo, me considero privilegiado de encontrarme de vez en cuando con la inteligencia esquiva de un adolescente sin recursos que ha olvidado de pronto que estudia sólo para sacarse el graduado y ha empezado en cambio, como por arte de magia, a entender realmente las implicaciones del problema de geometría garabateado en su cuaderno.
2 comentarios:
Me parece una buenísima iniciativa y, por cierto, me gustaría que escribieses algo sobre esos chavales a los que enseñas, si es que hay algo que escribir
Gracias, Juan Pablo!, ¿escribir sobre esos chavales a los que enseño?, claro que sí: mi blog tiene un estilo más literario que periodistico y sin embargo su función es más bien la opuesta, describir mis días y mis noches, mis experiencias, mis vivencias y pensamientos. Es casi un noticiero, con un estilo peculiar. Por ello, y desde el momento en que esos chicos del Raval u Hospitalet entran en mi vida, se convierten inevitablemente, aunque ellos no lo sepan, en parte de este blog.
Un abrazo.
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