Estoy viendo la 2, antes de irme a la cama en esta fría noche de domingo, y no doy crédito. El reportaje (del programa “En Portada”) trata sobre el Congo, de sus guerras, de su hambruna, de sus epidemias y, también, qué curioso, de su gran riqueza. Un país enorme, en el corazón de África, que es uno de los más ricos del mundo en recursos naturales, que tiene uranio, cobalto, oro y otros metales preciosos suficientes para enterrar a Europa en una fina pátina dorada, y donde la gente, sin embargo, apenas sí logra sobrevivir.
Mientras me recuesto en el sofá, algo molesto por tener que ir mañana a trabajar, observo en imágenes tan grandes como el televisor de 32 pulgadas de mi salón, que el habitante medio del congo tiene como concepto del lejano futuro, como única preocupación diaria, qué comerá hoy. Una región entera siendo expoliada de sus riquezas por empresas occidentales y orientales, cuyos niños, nacidos con la misma inteligencia y las mismas capacidades que los de aquí, antes que sufrir el hambre se alistan con 12 años en facciones o ejércitos de mercenarios para morir con 13 de un balazo disparado por otro muchacho. Los que sobreviven a ese sangriento holocausto, años después siguen con su vida por las calles pobres y embarradas de las ciudades, sin familia ni amigos, buscando el alimento de hoy.
Junto a otros sentimientos, no puedo sino admitir mi admiración al contemplar la tremenda capacidad de adaptación del hombre, su capacidad de lucha, su instinto de supervivencia. En una misma región conviven la avaricia y el coraje, el despotismo y la sagacidad, cualidades detestables y admirables del ser humano… y me pregunto, ¿hay en el Congo buenos y malos?, ¿o esas cualidades las portan por igual todos los hombres, es decir, cada uno de ellos?.
Con la mirada fija en la cámara, una mujer relata como durante la guerra civil del Congo los soldados que mataron a los hombres de su poblado, la violaron seis veces y mataron a dos de sus tres hijos. Tras infligirle este dolor, prometieron darle a ella y a las demás mujeres algo de comer. Así que tomaron a su cuñada –explica la mujer- y le cortaron las manos y los pies, y lo mismo hicieron con sus orejas, yendo todos estos miembros a una gran olla de agua hirviendo. Buscando más condimento, a una mujer embarazada, una vecina del mismo poblado, la abrieron el vientre y le extrajeron el feto, que también fue a parar a la olla. Los soldados sazonaron todo esto con sus orines y excrementos y les dieron, sí, de comer.
Cuando uno oye semejantes cosas, se pregunta qué clase de hombres hacen algo así, quienes, por el amor de dios, podrían ser tan crueles, tan despreciables, tan… Tienen que ser diablos, o estar poseídos o vinculados a Satanás…y quiere uno creer que son seres distintos, no humanos, otra cosa, algo horrible, otra raza, aunque sabe que muy probablemente entre estos diablos, capaces de tanto mal, se encuentren algunos de los niños-soldado por cuyo modo de vida he sentido lástima en el párrafo anterior. Y es que siempre es más fácil pensar que los hombres nos dividimos en buenos y malos, y que como en la película de este sábado noche, “El Señor de los Anillos”, puede enfrentarse el mal de cara, en una tremenda y épica batalla final. Resulta mucho más complicado, en cambio, aceptar que la maldad no está fuera de nosotros, sino dentro, que nuestra naturaleza humana es capaz de lo mejor y de lo peor, para cada hombre, sin excepción. ¿En qué momento el niño-soldado, que chapoteaba y jugaba hace unos años en el río de su poblado, se siente capaz de mutilar y matar?. Y manteniendo ese simple y maniqueo concepto de la vida, ese niño –díganme- ¿es bueno o malo?.
Dicen, y algunos le dan crédito, que la novela de “El Señor de los Anillos” fue escrita con la mente puesta en la Segunda Guerra Mundial y en el conflicto entre los oscuros ejércitos de Hitler y las inocentes y en principio timoratas potencias aliadas, que a punto estuvieron de advertir demasiado tarde el peligro y el mal que les acechaba. Sin embargo, el final de la batalla y la victoria definitiva sobre los “malos” no tuvo el carácter épico que a muchos les hubiera gustado, fue en cambio una nube con forma de hongo que devastó, arrasó y mató toda vida en miles de kilómetros cuadrados, un arma definitiva y terrible, el mal absoluto –lo han calificado-, lanzada por los “buenos”, los aliados.
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