domingo, 30 de noviembre de 2008

Madrid, nostalgia y melancolía


Siempre que regreso a Barcelona, de Madrid me traigo algo que añade peso a mi equipaje. Y no hablo de un libro, unos apuntes o una raqueta que haya rescatado de casa de mis padres sino de un intangible, algo que me persigue cuando voy hacia el aeropuerto y me alcanza cuando el avión alza el vuelo. Dícese nostalgia, si bien la definición de esta palabra se compone del objeto añorado, una casa, un país, una ciudad, y del sentimiento que reside dentro, la melancolía, y cuya entrada en el diccionario castellano siempre me ha parecido una de las más bellas:
Melancolía.- Tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales, que hace que no encuentre quien la padece gusto ni diversión en nada.
Es tan precisa y exacta esta definición, y tan coincidente con lo que a veces siento al dejar Madrid, que bien podría en este punto dar por terminado este ensayo. Más no lo haré. Me gusta escribir, y este blog es un refugio, una posada, un hotel de madrugada, debe ser aquí donde descargue mi exceso de equipaje y cualquier otro peso que me acompañe en mi viaje.

Estos cinco días de formación y aprendizaje en Madrid los he dedicado a mi trabajo por las mañanas y a la familia y los amigos por las tardes. Con una agenda suficientemente apretada y un buen número de taxis, he logrado ver a papá, a mamá, a la abuelita, a mi tío Jesús, a Sergio, a Juan, a Jaime, a Antonio, a Iñigo, a Raquel, a Nacho, a Juan Pablo, a Carmen, a Javi, a José Luis y a María. Y por falta de tiempo y a veces incluso de medios (porque no dispongo de coche en Madrid), me he dejado por el camino, cosa que lamento especialmente, a Noemí, a David, a Manu, a mis primos, a César, a mi hermana,… por mencionar sólo a unos pocos.



Pero más allá incluso de todas estas personas que visitadas o sin visitar dejo atrás al marchar, reconozco que existe otro dolor suave, otra sensación de pérdida que me acompaña en este vuelo de regreso a Barcelona. La nostalgia es sutil, opera mediante detalles infinitesimales, pequeñas cosas propias del lugar que abandonamos y que sabemos no encontraremos allá donde vamos, como las hojas grandes y caducas de los pseudoplátanos, que en otoño alfombran las aceras de Madrid, se acumulan entre los coches aparcados y anegan las alcantarillas. O la luz limpia y oblicua del sol invernal golpeando los edificios altos y blancos de la Gran Vía, bajo un cielo azul intenso, camino del bullicio y el ajetreo de personas que cruzan sus caminos sin mirarse en la plaza de Callao. Cuando la Navidad se acerca, antes incluso de que se adornen y se enciendan las luces de los centros comerciales o aparezcan en televisión los primeros anuncios de juguetes, hacen su aparición, como un presagio, las nieblas nocturnas, elevándose del asfalto de las calles hasta la altura de las farolas cuyas luces amarillas se emborronan y difunden como guirnaldas suspendidas.
El fantasma de todas estas imágenes es el que ha cogido conmigo el puente aéreo. Supongo que son detalles entre los que vivimos sin más, y que a fuerza de costumbre no percibimos ni hubiéramos percibido nunca tal vez de haber permanecido allí el resto de nuestra vida. No fuimos conscientes de ellos hasta que el destino trajo un cambio y los perdimos. Supongo que de eso se alimenta la nostalgia, de pérdida, quizá no real pero sí sentida.

Mientras el comandante anuncia nuestro inminente aterrizaje en el Prat, me incorporo y me ajusto el cinturón. Miro por la ventanilla del avión y veo luces allá abajo que salpican la noche oscura, y disfruto y bebo con calma de esta melancolía y esta nostalgia que ahora me inundan, consciente de que se trata de algo efímero, que mañana habrá desaparecido, cuando esta otra bella ciudad de Barcelona me acune y me asuma, como un nuevo y brillante amor que desdibuja pero no borra del todo el anterior.

domingo, 23 de noviembre de 2008

La piel del niño


Ayer cogí mi moto y fui a Terrassa. Una de las ONGs para las que hago voluntariado me pidió ayuda para una jornada de participación intercultural que iban a organizar en esa ciudad del extrarradio de Barcelona. No sabía muy bien qué esperar pero empecé a imaginarlo cuando, después de aparcar mi moto junto a la estación de Cercanías, una marabunta de niños y niñas magrebíes surgieron del tren acompañados de monitores y padres. Minutos antes, mientras aguardaba, había estado charlando con el vigilante de la estación y, al comentarle a quién esperaba, con un gesto de duda y una mueca de rechazo me contó que eran precisamente los árabes quienes más problemas le causaban allí, tratando de colarse sin pagar, amenazando incluso a algunos pasajeros para conseguir unas monedas.

La denominada jornada de participación intercultural se celebraba en un centro cívico de la ciudad, cedido por el ayuntamiento. Así, mientras en una sala unos ancianos jugaban al dominó o leían el periódico en una apacible tarde de sábado, en otra sala mucho mayor mis compañeros de la ONG habían dispuesto tablas de madera y caballetes para conformar mesas de dibujo, de maquillaje, de tatuajes de planta de henna o de platos típicos de la cocina árabe y concretamente marroquí. Los niños iban y venían de una mesa a otra, dejaban que las monitoras les pintaran la cara con ceras, jugaban arrastrándose por el suelo de la sala o coloreaban un dibujo que enseñarle orgullosamente después al primer adulto que pasara por su lado. Jugaban y se divertían, en definitiva, igual que todos los niños a esa edad, tengan el origen que tengan. Al verlos, me acordé de pronto del vigilante de la estación y me pregunté si algunos de estos niños que se tiraban por el suelo o se agarraban a mis piernas o me suplicaban que les enseñara mi moto, estarían dentro de diez años ejerciendo algún tipo de violencia contra algún pasajero de cualquier estación de tren.

Ayudé en cuanto pude, que no fue mucho, tomando fotos del evento, disponiendo mesas o carteles, pero sobre todo disfruté de lo lindo dejando que una amable señora con un pañuelo a la cabeza y que no sabía pronunciar palabra en castellano me dibujara en el antebrazo una hermosa filigrana árabe que venía a representar una gran serpiente bajo las estrellas, si bien para saber de qué se trataba tuve que recurrir al resto de señoras que la acompañaban y que sí entendían más o menos mi idioma. Entre todas se echaron un buen rato a mi costa, interpretando mis palabras, confundiéndolas con sabe dios qué otras cosas que de pronto las llevaba a sonrojase y a romper en risas. Mahmoud (pronúnciese Magh’mud), otro de los monitores, estudiante de ingeniería química y de origen también marroquí, me ayudó en todo momento con las traducciones e incluso me hizo el favor, cuando tuve el capricho, de trascribir mi nombre completo, José Manuel, a su hermosa caligrafía árabe. Es la foto que encabeza esta entrada. Gracias, Mahmoud. Yo, por mi parte, le hablé de las únicas palabras árabes que conocía, las que se corresponden con estrellas como Betelgeuse o Rigel, en la constelación de Orión, nombradas así por los árabes antes de que los occidentales las tradujéramos burdamente al latín durante la Edad Media.

También disfruté de una conversación muy interesante, sobre política y sociedad, compartida con otra monitora, catalana en este caso, y dos chicos de Marruecos. Entre otras cosas aprendí que en Marruecos las bodas duran tres días, que no existe la poligamia porque las mujeres no la tolerarían y que los propios emigrantes son muchas veces culpables de contar maravillas sobre la riqueza y el bienestar de occidente cuando en verano vuelven a su tierra natal presumiendo de haber medrado en sus países de acogida. La verdad, no me resultó difícil imaginar a un joven inmigrante que, después de aceptar los más bajos empleos de nuestra sociedad, lleva orgulloso a Marruecos su coche de segunda mano con el pensamiento puesto en la mirada envidiosa de vecinos y amigos o en la sonrisa orgullosa de una madre a la que prometió regresar triunfante. Al llegar al pueblo, entraría por la vía principal, atravesando la plaza, a la vista de todos, y antes de subir la colina y alcanzar la casa blanca de sus padres, haría sonar el claxon escandalosamente para que sus hermanos pequeños salieran a recibirle. Mientras yo soñaba todo esto, los compañeros comentaban que el rey actual de Marruecos, Mohamed VI, es tolerado por la mayoría como un mal menor que evita que los radicales islamistas se hagan con el poder, y que el radicalismo religioso ha crecido allí en los últimos años de forma tal que, mientras hace veinte años una mujer marroquí podía usar un discreto bañador en la playa, hoy sólo puede bañarse tapada hasta los tobillos. Todas estas conversaciones conformaron en mi cabeza un cuadro de nuestros vecinos del sur que no sé si será del todo certero pero que tiene al menos una mayor gama de colores que aquel que llevaba conmigo antes de acudir a esta jornada intercultural.

Quizás por ello, cuando ya volvía a casa conduciendo mi motocicleta bajo las luces ocres de la autopista, sentí cierto malestar al pensar que me llevaba de allí más de lo que había aportado.
Pero luego me acordé otra vez del vigilante de la estación, y de los niños de esa tarde, jugando libres e inocentes, y comprendí que entre el buen pasajero de la estación y el "moro" que le amenaza y le roba unas monedas, no hay una raza ni un color de piel como eugenésicamente el afable vigilante me daba a entender, sino simple y llanamente la educación de un niño, lo que recibe y aprende en unos pocos primeros años. Y en eso, -pensé, más satisfecho- yo estaba poniendo mi parte.

jueves, 20 de noviembre de 2008

El señor de las moscas

Con esta entrada en mi blog, comienzo lo que podría darse en llamar una sección de “crítica literaria”. Sin embargo, no es así: puedo garantizar que casi todo lo incluido a partir de ahora en dicha sección será más bien “veneración literaria”, porque aquí me propongo escribir sobre libros que me han marcado, que me han hecho gozar, y nunca sobre aquello cuya calidad, en opinión de este humilde lector, no merece mayor comentario. Todos hemos cometido el error, normalmente ineludible, de leer un mal libro, pero escribir además sobre él me parece propio de idiotas. Hay que escribir, hablar y cantar las alabanzas sólo de los buenos libros, de aquellos con los que hemos disfrutado, para que ganen la fama que merecen y perduren. El tiempo, con paso objetivo, ya se encargará de borrar de la memoria todos los demás.

He titulado esta sección “Creaciones, propias y ajenas” porque he concebido la posibilidad de introducir en este blog, si algún día me atrevo, alguno de mis relatos breves, ninguno de los cuales merece en todo caso abrir la sección.


El señor de las moscas, de William Golding



Bajo este título que hoy alguien relacionaría más con Mordor y la Comunidad del Anillo, se esconde en realidad la historia de un accidente aéreo, el de un avión real cuyo pasaje está formado, casi en su totalidad, por disciplinados niños de un colegio inglés. De manera elegante, el autor sólo nos deja entrever, gota a gota, que detrás del accidente y las aventuras de estos niños, abandonados a su suerte en una isla tropical, el mundo ha sido víctima, una vez más, de una guerra de alcance global, quizá nuclear, pero cuyas batallas y combates se celebran todavía, si acaso, en los teatros europeo, americano o asiático y apenas sí rozan los cielos de esta solitaria isla perdida en algún lugar del Pacífico Sur.

Planteado el argumento, simple, atractivo, cabe preguntarse: ¿qué harán una treintena de niños de edades comprendidas entre los 4 y 12 años en una isla tropical sobre la que se ha estrellado su avión sin que haya sobrevivido ningún adulto? Y contra el pavor o la lástima que esta situación pudiera sugerir a un adulto, la primera respuesta del libro es pasmosa: divertirse. Sí, desde ese momento inicial, la maestría del autor nos recuerda que hablamos de niños tan jóvenes que, como todos a su edad, no prevén ni temen el futuro, no tienen conciencia de la muerte y no ven en su situación una calamidad tanto como una oportunidad para jugar en playas de arena blanca, nadar junto a coloridos peces o escalar y explorar la misteriosa montaña de la isla. Todo sin ningún adulto que les prohíba o les censure por hacer simplemente lo que desean hacer. Sólo uno o dos de los muchachos, los más maduros, que no necesariamente los mayores del grupo, son capaces de discernir que en cuestión de horas tendrán hambre, que por la noche tal vez haga frío, que deben organizarse y especializarse, es decir, imitar la sociedad de sus padres y reproducirla con éxito en aquella isla hasta que sean rescatados.

Como experimento psicológico, esta novela es ya un sobresaliente por atreverse a preguntar qué harían nuestros niños, que apenas han vivido unos años en nuestra moderna y civilizada sociedad industrial, si de pronto se les apartara de todo referente y se les dejara libres y sueltos se mitad de la naturaleza. Y la respuesta sugerida es atrevida pero escalofriantemente razonable: con contadas excepciones, olvidarían casi todo lo aprendido, pues en su nuevo entorno no les serviría de mucho, y regresarían a un estadio salvaje, más propio de unos mamíferos erguidos, simples homínidos con una herencia genética, física, pero sin un conocimiento correctamente trasmitido de una a otra generación. De esta forma, mientras la novela comienza con algunos muchachos de la isla tomando referencias del mundo británico que han perdido y tratando de organizar al resto, de imponer unas normas que ayuden a la supervivencia de todos, otros niños se enfrentan a los primeros desafiando dichas normas, creando otras nuevas e imponiendo otra ley, más básica, más primitiva, basada, claro está, en la fuerza. Así, la educada y sensata formación de unos niños de colegio británico se acaba convirtiendo en una vorágine de violencia y caos, de misterio y misticismo, de perseguidores y perseguidos. Así llegamos a las cinco o seis últimas páginas, que no tienen desperdicio: la seguridad paterna representada en la barriga blanda de un hombre adulto, la involución de la cultura humana en el olvido de un niño pequeño de las señas y la dirección que debe repetir a cualquier adulto en caso de verse perdido.

Todavía hoy se duda de qué pretendía su autor al escribir la novela y las interpretaciones del libro son tantas y tan variadas que, al igual que ha ocurrido con los grandes clásicos que han sucedido al Quijote, esta novela corta ha pasado a formar parte de aquellos relatos que intentan y logran describir la naturaleza humana y, por tanto, son dignos de formar parte de ese invento sofisticado y ancestral llamado literatura universal.

Sin embargo y aunque estoy absolutamente de acuerdo con lo anterior, yo, que siempre he pertenecido y probablemente siempre perteneceré a la corriente puramente estética que defendía Nabokov (sencillamente porque es la belleza de lo escrito la cualidad que me hace amar un relato, llorar sobre él y venerarlo después como a un ídolo pagano), me quedo con el desarrollo onírico de esta novela, narrada desde el principio como un sueño inofensivo que se transforma lentamente en pesadilla y que concluye en un estallido brusco y final, como resulta ser casi cualquier despertar.

sábado, 8 de noviembre de 2008

Una gota de agua en el mar


Los que mejor me conocen saben que soy persona vehemente cuando discuto y que me gusta hacerlo sobre multitud de cuestiones relativas a política, derechos humanos, reparto de la riqueza, etc. Y no hace mucho, en mi última visita a Madrid, mientras argumentaba encendidamente con algunos amigos sobre cosas semejantes, me dio por pensar que todo cuanto digo, coherente con lo que creo y siento, no siempre he venido a subrayarlo con actos que den firmeza -o al menos sean consecuentes- a tantas y tan gratuitas palabras.

Como quiera que vivo dentro del paréntesis vacío entre la pujante juventud y la sosa y temible mediana edad, sin cargas familiares por tanto –al menos por ahora- y con un trabajo de jornada laboral continua, tomé la decisión a mi regreso de Madrid de dedicar al menos un par de tardes a la semana a realizar algún trabajo social para la comunidad, la de los seres humanos (conste que también pensé en trabajar para la comunidad de las abejas pero no sé bailar en círculos, su reina es una prepotente hinchada de si misma y la recompensa era empalagosamente dulce).
Evidentemente, puestos a elegir quién mejor era merecedor de mi tiempo y mis esfuerzos, pensé en grupos desfavorecidos antes que en banqueros deprimidos o agentes de bolsa desquiciados (por mucho que ahora, con la crisis, lo necesiten), y desgraciadamente no tuve que buscar mucho para que saliera de Internet una marabunta de ONGs y asociaciones que cuentan con el voluntariado como única opción para sobrevivir y mantener su acción social (http://www.hacesfalta.org/).

Apabullado por tanta necesidad, decidí ir poco a poco. Sabía por ejemplo que no podría trabajar con enfermos o discapacitados, porque son personas que necesitan de una sonrisa perenne y un ánimo inalterable que yo nunca me he visto capaz de mantener ante esas desgracias y frente a las cuales sólo sé ofrecer una tristeza compasiva y, en ocasiones, un inútil enfado con el responsable (sí, te hablo ti, dios de todas las cosas, hacedor de mundos, menuda obra…, te habrás quedado a gusto). [No os preocupéis, lectores, soy casi ateo, puedo permitirme la blasfemia]

Finalmente opté por concentrarme en aquello que más me ilusionaba y encontré algo relacionado con la enseñanza. Después de años de dar clases de mates, física o química a niños cuyos padres podían pagar hasta 20€ la hora por la satisfacción de creer a sus hijos bien educados mientras ellos salían un jueves a cenar, asistir en las mismas asignaturas a chavales cuyos recursos se limitan a lo que guardan en los bolsillos, que no tienen ningún hermano que haya acabado la Secundaria y que no han oído siquiera hablar de la Universidad, me pareció una penitencia adecuada. Así que desde hace unas semanas trabajo con dos asociaciones, una en L’Hospitalet y la otra en el Raval, enseñando matemáticas, física, química, inglés, informática y todo aquello que entre dentro de mi capacidad. Sé que no es mucho, sólo una gota de agua en el mar, pero –recurriendo de nuevo a nuestras amigas las abejas- es la suma de los comportamientos individuales la que define al conjunto que llamamos sociedad, y no podemos por otra parte aspirar a sociedades que posean virtudes que nosotros mismos no tratamos de alcanzar.

Y que nadie se lleve a engaño: no hago esto gratuitamente, ni me supone sacrificio alguno. Obtengo una tremenda satisfacción trabajando con mentes que aún tienen tanto por descubrir, tan abiertas y dispuestas a escuchar, disfruto hallando nuevas formas de explicar viejos conceptos, retrocediendo en el tiempo para recordar mi adolescencia, cómo era yo entonces, y, sobre todo, me considero privilegiado de encontrarme de vez en cuando con la inteligencia esquiva de un adolescente sin recursos que ha olvidado de pronto que estudia sólo para sacarse el graduado y ha empezado en cambio, como por arte de magia, a entender realmente las implicaciones del problema de geometría garabateado en su cuaderno.

domingo, 2 de noviembre de 2008

La lluvia


Qué tremendo el placer que se siente cuando un aguacero te coge guarecido en casa y te permite, desde el lado seco y caliente de la ventana, observar su violencia inútil contra los edificios y sus fachadas, batiendo, encharcando las calles adoquinadas y levemente iluminadas. Nada más agradable que levantarte un domingo por la mañana, desayunar un vaso de zumo, unas tostadas, una taza de leche y acercarte, aún en bata, a esa ventana helada. La luz del día oscurecida por un eclipse de nube y una cortina de agua que se agita viva en el aire. Cerca, la terraza empapada. A lo lejos, edificios emborronados.

En días así, suelo recordar el contraste que supondría atravesar con un pequeño avión esas nubes opacas y, después de unos minutos de vaporosa ceguera, surgir con las alas aún mojadas, metálico y brillante, sobre la cima algodonada de las nubes. Ese hecho simultáneo, el de la base oscura y sombría de la nube más tormentosa en contraste con su techo blanco, luminoso, reflejando fuertemente el sol, siempre logra maravillarme, precisamente por eso, ¡porque ocurre a un mismo tiempo!: las sombras y el temor, la humedad de los charcos y el envite de la lluvia aquí abajo… y la luz cegadora, el cielo azul y brillante sobre una alfombra de nubes blancas, allá arriba.

Y todavía hay quien se pregunta por qué en el hombre ese deseo loco de volar.