A veces escucha uno una melodía que le pellizca el alma. Suena inocentemente en una emisora de radio que nuestro aparato nunca capta con claridad, o va y viene en la banda sonora de una película mediocre de los años ochenta.
Pero la reacción es inmediata: se percata uno de que ahí hay algo, un pedazo de universo que deseamos atrapar, poseer, a toda costa, como sea. A menudo quien está a nuestro lado no entiende tanta ilusión, no puede comprender qué cuerda altamente sensible ha desplazado esa música en nuestro interior. Pero a nosotros no nos importa, el mecanismo se ha activado, la rueda ha girado y los goznes se quejan y crujen, emprenden el movimiento.
En cierta ocasión perseguí como un animal en celo la melodía de un anuncio de televisión: en tiempos anteriores a cualquier buscador de Internet, aguardé durante horas junto al televisor para recoger con un grabador barato apenas seis segundos de aquella melodía, con las voces de los actores entorpeciéndolo todo. Recorrí las mejores casas de discos de Madrid, con el grabador en la mano, obligando a los encargados a escuchar mi pésima “maqueta”. Llamé incluso a varias cadenas de televisión que emitían el anuncio haciéndome pasar por un alumno de una inexistente facultad de Publicidad e Imagen que necesitaba a toda costa acabar su proyecto de fin de carrera. Con todo, al final obtuve el nombre de la canción e incluso el autor, encontré el disco en cuestión, con nueve canciones más además de la deseada, y lo compré a un precio que hoy todavía me espanta. Cuando por fin introduje el CD en el reproductor y escuché la canción comprobé que, de los 3 minutos y pico que duraba, apenas quince segundos contenían la melodía que me arrebataba el corazón, el resto era un sonido mediocre que no quise volver a escuchar ni una sola vez.
La belleza, dice textualmente el diccionario de la Real Academia, es aquella propiedad en las cosas que nos hace amarlas. ¡Fantástica definición!, ¿no es así?, pues se deduce entonces que todo aquello que posee, al menos a nuestro parecer, esta propiedad de la belleza, necesariamente nos lleva a amarlo, y que todo aquello que alguna vez hemos amado tuvo, al menos en parte o durante un instante, algo de esta mágica y deslumbrante propiedad que es la belleza.
La bondad de una definición, como la de una ley física que se toma por cierta, se acostumbra a medir por su capacidad para continuar describiendo un único concepto cuando se modifica cualquiera de sus variables. Así es como entiendo yo que la Real Academia acierta en su definición de belleza: porque al redactar el primer párrafo de este texto, mientras escuchaba los quince primeros segundos de cierta canción olvidada, donde proyecté la idea de una “melodía” podría igualmente haber tratado de una película, de una mujer o de una fotografía, y nada, nada de lo dicho en ese párrafo, ni el descubrimiento del objeto amado, ni la búsqueda obsesiva, ni siquiera la triste pérdida del encanto inicial, nada hubiera tenido que reescribirse.
Cambia sólo lo que es bello, pero permanece su definición.
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