domingo, 31 de agosto de 2008

Un año en Barna

Bueno, aunque llevo ya un año en Barcelona, este blog lo abrí hace sólo un par de semanas. Imposible resumir aquí, ahora, lo que este blog no ha recogido. Ni lo voy a intentar. Sin embargo, esta tarde, al sincronizar mi móvil con el PC, han salido a la luz, revoloteando como luminosas palomas blancas, toda una serie de fotografías que tomé con él y que, si bien no resumen ni mucho menos el pasado año, sí abarcan al menos todo el periodo, pues compré mi móvil precisamente a los pocos días de llegar a Barna. Como este imprescindible aparato siempre nos acompaña (desde 1996 aproximadamente!), y ahora casi todos incorporan cámara, se ha convertido en un descriptor pobre pero tenaz (cámara de sólo 2 Megapixels!) de nuestra rutina diaria. Dejo aquí, comentadas, unas cuantas de esas fotos que van desde septiembre del 2007 a sólo unos días de la fecha actual.



Al llegar a Barcelona, a finales del verano del 2007, descubrí un río, el Besòs, y en su margen derecha, a lo largo de varios kilómetros de su recorrido, un parque longitudinal con su calle peatonal, su carril bici y amplias explanadas de hierba donde jugar al futbol. Recorrí aquel parque en bicicleta a principios de septiembre. Desembocaba en el mar, como el río al que acompañaba.

A finales de septiembre volé, en viaje de trabajo, a Alicante. He aquí unos hermosos cúmulos congestus en los días de “gota fría” del levante.

La estación de França, una estación con sabor a ferrocarril, como lo era todavía Atocha en mi niñez.

Esto confirmó a los pocos meses de mi llegada la idea que ya traía conmigo de que el Barça se siente en Barcelona como dificilmente se siente el Real Madrid en Madrid. Y es verdad: ¿qué madridista que se precie sería tan hortera de comprar un frigorífico del Real Madrid?. Ahora que lo pienso, los madridistas no necesitamos estas muestras de mal gusto: todos los frigorificos del mundo son por defecto del Real Madrid (blancos)!! :-))

En invierno, con un frío que pelaba, me fui de excursión en moto a Montserrat. La verdad es que la montaña es espectacular, de aspecto épico y tenebroso, parece sacada del Señor de los Anillos. Por lo visto es una montaña insigne en Cataluña. Un compañero de fútbol bromeaba días después que ni siquiera él, catalán de pura cepa, había ido nunca a Montserrat, así que flipaba conmigo y con mi interés por lo catalán. "Bueno, no es lo catalán -dije yo- Exploraría con el mismo afán si esto fuera Galicia y no la conociera!". Sin embargo he de decir que Cataluña, hasta donde he visto, es una región preciosa, tiene valles y montañas a la sombra imponente de los Pirineos, tiene ciudades de enorme riqueza arquitectónica como Barcelona, Tarragóna o Gerona, y sobre todo tiene el Mediterráneo, el Mediterráneo que a mi más me gusta: el del pino que llega hasta la orilla del mar, el de la costa rocosa, casi montañosa, que une este lado occidental a la imagen que yo tengo del oriental, de pastores griegos que se asomaban asombrados al espejo azul del Egeo.

Esta es una vista del ocaso más allá de Gavà, visto a través de la ventana de mi despacho. En las tardes de invierno me quedaba trabajando a menudo, aburrido ante la idea de volver a casa y encontrarla vacía porque Cristina aún no había vuelto de su propio trabajo.



Mi compañero Jero (Jerónimo), con quien subí a la torre BGS del Centro de Control a inspecionar las antenas GPS de los servidores de tiempo una nublada mañana de primavera.

El equipo de fútbol de San Andreu sube a segunda división! Toma ya, esto es afición! La gente, como se ve, empieza a vestirse de corto, el verano se acerca. San Andreu es un barrio muy catalán -obsérvense los colores de su equipo!- pero no, pienso yo, muy catalanista. Al menos jamás he tenido el más minimo problema, ni con la gente ni con el idioma, y es mi barrio!. Me gusta vivir en San Andreu, es como un pequeño pueblo dentro de Barcelona.

Me sorprendió comprobar que , al menos en Barcelona, se celebraban las victorias de la selección española con tanta o más euforia que en otros sitios de España. Supongo que el buen amante del fútbol prefiere un buen partido de España, o del Numancia!, a uno malo del Barça, por muy culé que sea. En el Mundo Deportivo sacaron a Xavi en portada. En el Marca creo que ese día pusieron a Casillas. Nótese que el periódico está en castellano llano, llano.


Aquí el figura de mi amigo y compañero de despacho, Sergio, stratosergio, tocando con su grupo Angels of Mercy. Son realmente muy buenos, con un ligero problema de nervios cuando suben al escenario que ojalá superen pronto para poder oirles siempre tal y como suenan en la intimidad de sus ensayos.

Esta es la imagen de un pequeño punto en lo alto de una colina de Barcelona. La tomé hace sólo unos días. Se trata de un punto geodésico, un punto sobre el cual se colocaba un teodolito (intrumento de precisión para medir ángulos y distancias) y que, por su posición relativa a otro, a cierta distancia en la visual, permitía conocer la posición exacta (latitud,longitud, altura). Desde que se ha hecho extensivo el uso de satélites, ya no son por lo visto muy necesarios. Sin embargo, últimamente y no sé por qué razón, me los encuentro sin querer. Camino por la acera y , zas!, ahí encuentro una chincheta dorada con un número inscrito. Cruzo un puente sobre la vía férrea y, toma!, una plaquita indicando otro punto geodésico.
En realidad, la cosa empezó este verano, cuando pasaba unos días descansando en Benicasim y cogí la bicicleta para explorar el término de Oropesa y las "misteriosas" regiones más allá de Torre Bellver, donde la mayoría de los turistas no han llegado nunca. Y alcanzado el punto donde terminaba la carretera y no había otra solución, até la bici a un poste y me encontré subiendo unas escaleras de más de cien metros de desnivel, construidas sobre la roca viva. En lo alto todavía había algunas casas en construcción (el hombre moderno y su devastación) y, buscando alejarme lo más posible de ellas, me puse a ascender por una montaña rocosa, una estribación pelada que crecía y se prolongaba hacia el mar, por encima de él. Pues bien, allí, en lo más alto, a la sombra de un pequeño pino que se balanceaba sobre el vacío y miraba impertérrito la planicie azul del mar, encontré una chincheta dorada y un número grabado en ella. Y sentí que aquel punto era la referencia de algo, un lugar exacto en la superficie de la Tierra, señalado de forma humilde pero inequívoca. Y lo cierto es que desde entonces encuentro algo mágico en esos puntos, como un nexo con la astronomía, la arqueología e incluso las ciencias ocultas! (ay!, dios mío, César, ¿qué me has hecho?, pronto creeré en los ovnis!). No , en serio, cada uno de esos puntos es único, el lugar donde estuvo enterrado un tesoro o la clave aún viva para encontrarlo, un nodo de energía espacial, sólo conocido por druidas y mantenido por templarios...
En fin, que estoy desvariando y será mejor que me vaya a la cama. Aquí tienes, lector, un año en Barna.

lunes, 25 de agosto de 2008

Las bellas cosas

A veces escucha uno una melodía que le pellizca el alma. Suena inocentemente en una emisora de radio que nuestro aparato nunca capta con claridad, o va y viene en la banda sonora de una película mediocre de los años ochenta.
Pero la reacción es inmediata: se percata uno de que ahí hay algo, un pedazo de universo que deseamos atrapar, poseer, a toda costa, como sea. A menudo quien está a nuestro lado no entiende tanta ilusión, no puede comprender qué cuerda altamente sensible ha desplazado esa música en nuestro interior. Pero a nosotros no nos importa, el mecanismo se ha activado, la rueda ha girado y los goznes se quejan y crujen, emprenden el movimiento.
En cierta ocasión perseguí como un animal en celo la melodía de un anuncio de televisión: en tiempos anteriores a cualquier buscador de Internet, aguardé durante horas junto al televisor para recoger con un grabador barato apenas seis segundos de aquella melodía, con las voces de los actores entorpeciéndolo todo. Recorrí las mejores casas de discos de Madrid, con el grabador en la mano, obligando a los encargados a escuchar mi pésima “maqueta”. Llamé incluso a varias cadenas de televisión que emitían el anuncio haciéndome pasar por un alumno de una inexistente facultad de Publicidad e Imagen que necesitaba a toda costa acabar su proyecto de fin de carrera. Con todo, al final obtuve el nombre de la canción e incluso el autor, encontré el disco en cuestión, con nueve canciones más además de la deseada, y lo compré a un precio que hoy todavía me espanta. Cuando por fin introduje el CD en el reproductor y escuché la canción comprobé que, de los 3 minutos y pico que duraba, apenas quince segundos contenían la melodía que me arrebataba el corazón, el resto era un sonido mediocre que no quise volver a escuchar ni una sola vez.

La belleza, dice textualmente el diccionario de la Real Academia, es aquella propiedad en las cosas que nos hace amarlas. ¡Fantástica definición!, ¿no es así?, pues se deduce entonces que todo aquello que posee, al menos a nuestro parecer, esta propiedad de la belleza, necesariamente nos lleva a amarlo, y que todo aquello que alguna vez hemos amado tuvo, al menos en parte o durante un instante, algo de esta mágica y deslumbrante propiedad que es la belleza.
La bondad de una definición, como la de una ley física que se toma por cierta, se acostumbra a medir por su capacidad para continuar describiendo un único concepto cuando se modifica cualquiera de sus variables. Así es como entiendo yo que la Real Academia acierta en su definición de belleza: porque al redactar el primer párrafo de este texto, mientras escuchaba los quince primeros segundos de cierta canción olvidada, donde proyecté la idea de una “melodía” podría igualmente haber tratado de una película, de una mujer o de una fotografía, y nada, nada de lo dicho en ese párrafo, ni el descubrimiento del objeto amado, ni la búsqueda obsesiva, ni siquiera la triste pérdida del encanto inicial, nada hubiera tenido que reescribirse.
Cambia sólo lo que es bello, pero permanece su definición.

lunes, 18 de agosto de 2008

618 Km : un madrileño en Barna

Hace casi un año exacto, en la mañana del 13 de agosto de 2007, después de pagar la mitad de lo convenido a los chicos de la mudanza y supervisar como introducían mi querida moto en el pequeño camión que habían traído, di un último vistazo al apartamento desoladamente vacío donde había residido los últimos dos años, tomé mi maleta y cerré la puerta.

Seiscientos dieciocho kilómetros después, muy de madrugada porque soy de los que sin conducir deprisa se entretienen por el camino como si cada viaje fuera una pequeña aventura, la exploración de un territorio nuevo y desconocido, alcancé mi nueva residencia: un pequeño apartamento en un último piso del barrio barcelonés de Sant Andréu. Mi novia, que llevaba residiendo allí algo más de un mes, estaba en esos días de mediados de agosto con sus padres, en Castellón, y cuando aparqué el coche en una calle próxima y apagué el contacto, sabía que no habría nadie para recibirme. Quizá por esa razón o quizá por el cansancio acumulado, me quedé un rato allí sentado, con las ventanillas bajadas, sintiendo la noche fresca.
Algo me decía que el momento era trascendente, que en el instante en que abriera la puerta del coche y pusiera pie a tierra se consumaría el plan laboriosamente trazado dos meses antes. Así que repasé mentalmente la llamada de Aena ( “¿José Manuel?, Sí, buenos días, oye, enhorabuena, estás dentro” ) y las escapadas de fin de semana a Barcelona para buscar apartamento con la agencia de turno ( “¿No les gusta?, a pesar del aspecto les aseguro que con unos arreglos… se trata de un apartamento muy bien situado… Bien, no se preocupen, sé perfectamente lo que necesitan ustedes” ) y los tímidos reparos de mis padres, mis amigos, mi jefe, mi entorno en general, a mi nueva aventura laboral y vital ( “¿Estas seguro?, ¿a Barcelona?, mira que allí son…”).
Y al final lo había hecho, estaba allí sentado a las dos de la madrugada, a 618 kilómetros de familia, amigos, ex-jefe, y de toda una vida centrada en torno a esa ciudad castellana que me es tan querida, que fue escenario de reyes y emperadores, de rufianes y fugitivos, de combates a espada y rebeliones con navaja, de mil años de cañas y tapas y donde, como dice Sabina, el mar, simplemente, no se puede concebir.
http://diegocg.googlepages.com/Pongamos_que_hablo_de_Madrid.mp3

Sí, allí estaba, tan cansado del viaje como orgulloso de mi decisión. Y como quiera que siempre me he considerado un tipo abierto, tolerante, no creía en las predicciones agoreras de familiares y amigos, de locutores rabiosos en emisoras de orgullo patrio, sino en la capacidad y el derecho de cualquier hombre a viajar y establecerse en cualquier parte. Catalanes en Madrid o madrileños en Barna, ¿qué más da?: la vida toda es una gigantesca oportunidad y el mundo un lugar demasiado pequeño para trazar líneas divisorias que cierren el paso.
Así que subí las ventanillas, abrí la puerta, y puse el pie, a la vez con humildad y con orgullo, en tierras catalanas.

domingo, 17 de agosto de 2008

Hacia las Montañas Blancas

Siempre he tenido la sensación de que mi vida, mi aventura, empezó un día de madrugada, con las primeras luces del alba, mientras descendía con sigilo unas quejumbrosas escaleras de madera y el reloj del salón marcaba la hora exacta de mi huida, la silenciosa y velada despedida de mi familia y del mundo que conocía, para ganar el exterior y emprender el camino hacia unas lejanas montañas blancas.

Obviamente, en realidad no fue mi vida sino una novela que devoré ávidamente a los diez años de edad la que comenzaba de aquella manera. Y debo decir que ni siquiera es la más querida o mejor escrita de las novelas que haya leído pero, ya se sabe, lo que uno lee a los diez años… Así pues, he elegido el sencillo nombre del protagonista de aquella novela, “Las Montañas Blancas”, por lo que para mi tuvo de iniciática aquella primera escena, aquella huida, aunque fuera ficticia, que marcaba el inicio de una aventura a la vez deseada y temida, como deben ser todas las aventuras.
En la práctica, además, decidirme por este discreto personaje de esta humilde novela, me ha permitido espantar el fantasma de tener que encontrar un título para este blog con mayores pretensiones, uno que hipotéticamente me definiera, me representara, a mi o a mi vida hasta la fecha. Semejante tarea entrañaba una dificultad de tales proporciones que su sola perspectiva lograba marearme. ¿Debía escoger un nombre mitológico?, ¿uno de leyenda?, ¿uno que evocara mi mejor lectura o tal vez uno extraído de mis propios relatos?. El lector tal vez sienta curiosidad por saber qué otros nombres barajé, y finalmente deseché, antes de quedarme con el de Will Parker. Pues bien:

Humbert, por ser el seudónimo del protagonista de la que seguramente es la mejor novela que he leído: “Lolita”, de Vladimir Nabokov. Algún día, en este mismo blog, le dedicaré a esta novela todo un tema, y otro más a su autor. Todavía pienso que haber escogido ese nombre hubiera sido una especie de blasfemia, pero eso sólo indica la veneración que le tengo.
Winston, en honor a Orwell y su novela “1984”, un clásico que todo hombre debería leer antes de tener edad de votar. Lo deseché sin embargo por evocar una historia demasiado tétrica. Y es que quiero que este blog tenga, como mi vida, sabor a muchas cosas: nostalgia, alegría, melancolía, pasión.
Pirrip, escogido del protagonista de “Grandes Esperanzas”, de Dickens, y que para mi representa los avatares de la adolescencia y el primer y a veces absurdo amor cuya importancia vital no es sin embargo desdeñable.
Nessim, por ser uno de los actores principales de esas cuatro fantásticas novelas que recrean, como jamás lo harán otras, la vida de una ciudad portuaria y Ficticia (porque como dice Antonio Muñoz Molina: “Esa Alejandría nunca existió”), crisol de culturas y sentimientos, esencia del Mediterráneo, mi querido Mediterráneo.
Harlam, porque de nuevo protagoniza la mejor novela ( y ¿acaso la única bien escrita?) de Isaac Asimov, la primera de ciencia-ficción que leí, prestada por mi tío en aquel verano de 1990, y que acaso fue la responsable de que luego estudiara Físicas, aunque ahora que lo pienso no hizo el trabajo sóla: a ella le siguieron “Cita con Rama”, “Mundo Anillo”, “Solaris”, “Crónicas Marcianas”, “Música en la Sangre”, “Pórtico”, “Hyperion” y tantas otras que expandieron mi imaginación y despertaron en mi lo que Carl Sagan llamaba “sentido de la maravilla”, primera de las dos cualidades que debe poseer un hombre de ciencia. Para quien pueda interesarle, la segunda es el escepticismo.
Dravot, por Daniel Dravot, uno de los dos protagonistas de “El hombre que quiso ser rey”, un relato de Kipling que me dio una idea dulce de la necesidad que el hombre tiene de alcanzar la gloria y, con ella, la inmortalidad en la memoria de los otros hombres.
Morel, porque su invención no es técnica ni científica, sino eternamente nostálgica.
Montag, porque representa desaforadamente mi afecto por los libros, cuyo papel arde espontáneamente a la temperatura de 451 grados Fahrenheit.

Estos son sólo algunos de los nombres que primero pensé. Como se aprecia, todos los posibles que consideré provienen de una fuente literaria, ¿es esa mi única pasión, la literatura?: ¡ni mucho menos!, pero sí es cierto que admiro la palabra escrita por encima de otras muchas cosas y veo en ella y en sus protagonistas, en los autores y los personajes que viven entre sus líneas, la huella de lo inmortal, la mejor oportunidad de trascender las circunstancias personales del ser humano e ingresar para siempre en la humanidad. Durante un tiempo creí –debo confesarlo- que mediante la palabra escrita, la literatura, yo mismo podría alcanzar ese atisbo de inmortalidad. Ruego al lector me perdone, fui un necio, era sólo un muchacho. Y ha sido luego que el transcurrir de los años me ha hecho ver, afortunadamente para mí casi a un mismo tiempo, que ni necesito tanto ganar la eternidad ni soy la mitad de bueno escribiendo de lo que yo pensaba. Supongo que aceptar las limitaciones de uno es madurar, si bien debe ser el único aspecto en que lo he logrado, pues en todo lo demás soy un tipo casi infantiloide.
Así que, sepa el lector que también me interesan la ciencia, la política, el cine, la música o la historia, que me gusta Henry James, Dire Straits y la dinámica de fluidos, pero que nada más diré en esta introducción sobre mis pasiones. Simplemente espero que todas ellas salgan lentamente a la luz en este blog, pues no es otro que ese su objetivo.

Adelante, Will Parker, sal por la puerta, despacio, sin hacer ruido, y ahora corre, corre y gana el horizonte.