
Soñaba que dormía boca abajo, con el rostro presionado contra la almohada, cuando en realidad –y esto, claro está, sólo lo supe al despertar- dormía boca arriba, con las manos sobre el pecho, como la efigie de un mausoleo. Y si esto les parece de por si una incoherencia, imagínense cuan extraño y dispar era el sueño que padecía.
Soñaba que dormía junto a mi segunda esposa pero el perfil, el color del cabello y sobre todo la curva suave de la espalda, eran de
De mi primera esposa no volví a saber nada tras el divorcio, al menos inmediatamente. En cierta ocasión me pareció verla en la calle, a lo lejos, era desde luego su postura erguida, de tacones altos, y la melena oscura que yo recordaba, pero la perdí entre el gentío de Rio Rosas con Santa Engracia, y confieso que me quedé un instante varado en la acera, con miedo de seguir andando, por si la alcanzaba.
De todas formas, lo cierto es que no necesité encontrármela por Madrid para llegar a saber de ella. Ya en la fiesta de unos amigos, cuando yo aún no me había vuelto a casar, supe que salía con alguien. Y en la misma fiesta del año siguiente -mucho más agradable- me llegó el rumor, mientras sostenía una copa de vino, de que había roto abruptamente con aquel desconocido, espectáculo incluido en una cafetería del centro. Mentiría si dijera que aquel vino no me pareció excelente, pero también si no admitiera abiertamente haber sentido cierto alivio primero y luego una urgencia extraña por buscarla y correr a su lado a consolarla, a mostrarme magnánimo y comprensivo, a abrazarla compasivo.
Luego llegó mi segunda boda y enseguida los niños que no vinieron con
Cuando al final de la velada, todos nuestros amigos, incluido el portador de aquellas noticias, cogieron el ascensor o bajaron ruidosamente las escaleras, cerré la puerta de casa y respiré hacia dentro. Insistí en que dejáramos la mesa y los platos como estaban y nos fuéramos a dormir cuanto antes. No quería que mi mujer notase mi desconcierto y apagué la luz enseguida. Y sólo en la oscuridad, consciente de que no era observado ni analizado, pude al fin relajar mi rostro y decirme a mi mismo –con sinceridad absoluta- lo que sentía.
Más allá de la vana envidia, por otra parte ligera, de aquella vida excitante y viajera que al parecer llevaba mi primera esposa, o de la obviedad de preguntarme cómo hubiera resultado la mía de haber seguido casado con ella, había algo que me molestaba más profundamente, que me hacía sentir decepcionado, pero no con nadie en particular, ni siquiera con mi propia vida o el rumbo que había tomado, sino más bien con la…-¿cómo decirlo?- la “unicidad” del destino, la certeza de que la vida es sólo una y que el camino escogido, para bien o para mal, excluye –salvo en sueños- a todos los demás.