Un mes de enero de hace ya muchos años, los suficientes para que sólo recuerde la estación y el mes pero no el año, terminé de escribir un relato breve en forma de carta. Tenía todo el sabor de mi personalidad de entonces, la de un universitario triste y bastante leído que buscaba destilar la esencia misma de la literatura. Huelga decir que no lo conseguí, pero de aquella época mohína de mi vida, a parte de algunas zancadillas del amor, saqué esto.
Carta a una señorita de Burgos
Cuan extraños y caprichosos son, Teresa, los senderos que en la memoria llevan a un recuerdo concreto. Así me ocurre a mi con aquel que lleva a la visión de tu rostro, que se me antoja desvaído e indescifrable en cualquier intento de evocarlo durante el día pero que puedo poseer, en cambio, con una precisión y claridad asombrosas, en un instante muy concreto al final de la noche, entre la vigilia y el sueño, cuando despierto y, aún sin abrir los ojos, soy consciente de la existencia de un mundo allá fuera, detrás de la cortina rosada de mis párpados. Sólo en ese momento, tan brillante y efímero, puedo hallar en mi memoria la plenitud de tu rostro, de cada detalle que lo configura, cada gesto, sonrisa o ademán que me llevó a amarlo. Luego, con la naturalidad con que el viento barre las hojas, abro los ojos y la imagen se pierde, se evapora, y no importa que intente o finja dormir de nuevo, tu rostro jamás vuelve. Rendido, me levanto y cumplo con la rutina que se impone en mi vida pero ya todo se reduce a una lenta espera, como un hombre que vive sólo para aguardar la salida del sol cada mañana.
Déjame, Teresa, que te cuente cómo llegó a ocurrir, cómo fue que perdí los últimos retazos de mi cordura.
Por aquel entonces ( en realidad no hace tanto tiempo de eso ), yo tenía mi mundo en orden. Había comenzado un nuevo curso en la facultad, uno más de una larga ristra ya iniciados, y aquel otoño en las aulas me debatía entre la angustia de mi lento avance en los estudios y el orgullo que sentía por el tímido estreno de mi carrera literaria con la publicación de uno de mis relatos en un volumen antológico. Y es que para mí todo se reducía a la luz de los días, a los libros que leía, a los amigos con quienes reía y al mundo hermoso sobre el que a ratos escribía. Tan asentadas me parecían las cosas, y tan suave y calmado su devenir, que no creí que fueran a cambiar: cuando el mundo viene siendo el mismo desde tiempo atrás, uno tiende a pensar que siempre ha sido igual, y al no recordar un pasado distinto, tampoco imagina un futuro muy dispar.
Pero un día subes por la gastada escalinata del aula Rey Pastor y tu mirada tropieza con la de una muchacha de ojos claros. Luego, sin volverla a mirar siquiera, muy tranquilo, dejas tus cosas sobre el pupitre, escuchas los quejidos de la madera al sentarte y contemplas la vista amplia que ofrece el aula. El profesor comienza a divagar junto a la pizarra: sus gestos, sus soniquetes y muletillas, son los de siempre y mientras le escuchas el mundo parece seguir siendo el mismo que era ayer.
Es curioso, jamás somos conscientes del principio de las cosas en el momento en que éstas se producen, no captamos la sutileza con que los pequeños cambios nos advierten y avisan. No se recuerda nunca, por ejemplo, el día exacto en que nació el amor sino que se suceden en la memoria los días, siempre idénticos, en que pudo ocurrir, y con el tiempo se nombra a uno y en mayúsculas se le titula: “ ese día en que me enamoré ”, pero es mentira, no hubo tal día. La rutina que envuelve las cosas no distingue entre dos puestas de sol y el propio astro gira y gira en torno al centro galáctico con la misma signatura. Siempre ha sido así, se olvidan los comienzos y se rememoran con detalle los finales, a los que se vuelve a menudo con una nostalgia obsesiva y recurrente porque suelen ser abruptos y tajantes, imposibles de olvidar. El principio de algo, en cambio, un libro, una película, una historia cualquiera, parece siempre un intento descarado y a veces irrisorio de establecer una conversación entre autor y lector, director y espectador, como cuando yo mismo, Teresa, me acercaba a ti sin casi conocerte y a duras penas lograba balbucir las cuatro palabras con que pedirte los apuntes del viernes o esgrimir cualquier otra excusa que me permitiera hablarte.
Solía sentir en las sienes las palpitaciones del corazón, la boca seca y las palmas sudorosas y nunca escuchaba lo que me decías ( que si eras de Burgos, que si vivías en una residencia de estudiantes, y otras cosas a las que no presté jamás atención ninguna ) pero, una vez pasado el trance, me envanecía de vuelta a casa pensando en el coraje que había mostrado, la postura valiente con que me había enfrentado a la situación, y valoraba inocentemente el éxito o el fracaso que había cosechado en función de tus gestos, tus palabras y los nervios que, muchas veces, tu misma mostrabas como un reflejo exacto de los míos.
Me parecen ahora muy lejanos aquellos días, en parte porque he vivido y sentido mucho desde entonces, pero entre otras cosas recuerdo que nuestras conversaciones eran breves y tensas, con alguno de los dos siempre en clara desventaja, nervioso al descubrir que el otro había logrado dominar su propia agitación y tenía el control de si mismo. Cuando era yo quien disfrutaba esa ventaja, no podía evitar cierto regocijo al interpretar que la tensión que se dejaba ver en ti era la misma que otras veces padecía yo y que tenía, tal vez, la misma causa. Pero, cuando era yo el afectado, el que no se tenía de pie a tu lado, procuraba evitarte y escapar de clase lo antes posible, y, al día siguiente, arrepentido, me pasaba por la biblioteca para dejar un libro que no había leído y buscar entre un mar de cabezas tu pelo corto y tu piel tan blanca.
Tenían esos días algo de actividad convulsa y obsesiva y se sucedían con una monotonía sólo interrumpida por los momentos que logré pasar contigo, como aquella tarde nublada en la que me quedé charlando con unos amigos después de clase y te vi marchar y, al poco, algo me conmovió y me obligó a salir corriendo detrás de ti, doblando esquinas tras las cuales esperaba hallarte, hasta que distinguí tu silueta blanca al final de la calle y me detuve, aguardé indeciso unos instantes y finalmente te llamé, grité tu nombre al aire una sola vez, alto y claro: ¡Teresa!
- Teresa, me voy contigo -repetí cuando llegué hasta ti, y tu sonreíste pero creo que yo lo decía en un sentido más amplio del que se dejaba entender.
Así continuaron yendo y viniendo los días y las semanas: lunes, martes, miércoles, . . . , sábado y domingo, pero para mi eran sólo el día en que te encontraría en tal o cual clase, el día en que surgiría tal o cual oportunidad de hablarte, y, por supuesto, la ansiedad del largo fin de semana sin verte. Te asaltaba en clase siempre que podía y no podía tanto como quería porque, igual que en ocasiones llegaba de buen humor a la facultad, me mostraba jovial y desprendido, gracioso y divertido, otras era apenas un pálido reflejo del muchacho del día anterior y me escondía y ocultaba en la rutina de las aulas con nombre y los pasillos sin él, pues no pudieses así saber que el hombre que ayer acaso te deslumbraba no podía hoy sostener en los espejos del cuarto de baño su propia mirada. Supongo que así, mostrándote lo mejor de mi y ocultándote lo peor, había pensado conquistarte y olvidé entre tanto que lo que en realidad estaba haciendo era fingir, representar un papel y traicionar en él a una parte de mi personalidad, aquella de la que pensé no podrías enamorarte jamás porque era triste, mohína y profunda y gustaba de caminar bajo la lluvia con la vista fija en la punta de los zapatos.
Lo peor fue que acabé por creerme mi propio papel y lo hice además con un convencimiento desaforado, como Augusto Pérez en la obra de Unamuno, cuando, por más que es advertido, confía hasta el final en su propia realidad y se aferra a ella en lugar de aceptar que no es más que el personaje de una novela, una obra de ficción. Y así empecé yo también a convencerme de que en mi vida no existían los días malos, que no había tristezas ni depresiones, ni momentos de angustia y ansiedad y que podía ser en todo momento el hombre maduro y seguro de si mismo que cualquier mujer, también tu, Teresa, querría a su lado.
No funcionó, claro. Un hombre que evita una parte de si mismo queda suspendido sobre un delgado alambre del que caerá cuando no pueda sostener por más tiempo su frágil equilibrio. Empecé por sentirme patético en los momentos en los que no lograba divertirme o pasarlo bien constantemente, como si no recordara ya que la vida de un hombre está formada por días dulces y días amargos y que sólo el azar y sus sutilezas nos traen a veces unos y a veces otros, y acabé por creer que el mundo era una farsa o un teatro y yo un actor poco dotado que no lograba representar su papel con la continuidad deseada ni la brillantez esperada.
Me derrumbé finalmente en una semana de vanidades rotas y descubrimientos larga y cruelmente postergados, como aquel que me anunció la existencia de tu novio, ocultó hasta entonces en todas tus sonrisas, en tus nervios de colegiala, y que en tus labios fue sin embargo súbita y descaradamente pronunciado. Y de aquel momento horrible recuerdo sobre todo el perfil de tu sonrisa antes de darte la vuelta y marcharte, una sonrisa que entonces me pareció estar burlándose de cada gota de sentimiento que me había hecho palpitar.
Igual que desgarra el cielo antes de la tormenta, igual que se cubre de nubes negras el firmamento y chapotea la lluvia en los cristales, algo así debió ocurrirle a mi corazón. Se oscureció mi visión del mundo y durante las noches interminables tenía continuas pesadillas. En todas ellas la escena se repetía: tu te alejabas y con estudiada indiferencia me dabas la espalda pero, antes de perderte en las sombras, me mirabas una última vez y te reías y yo sentía de nuevo todo el descaro y la burla de esa risa. En mis sueños, ese momento era tan doloroso que despertaba bañado en sudor, con las sábanas literalmente pegadas a mi piel. Y aunque es cierto que el tiempo lo cura todo, a veces éste pasa muy despacio, y durante los días siguientes recorrí como Dante los infiernos a los que nunca me había asomado, vagué sin rumbo por paisajes desolados, hasta que, entre lagos de azufre y cuevas de rojo fuego, por debajo del noveno círculo, hallé los restos de mi maltrecha personalidad, la que yo mismo había despreciado, y la hallé humillada, vendida, traicionada. Con las rodillas clavadas en la tierra me pregunté por la causa de mis desdichas, la razón que hasta aquel oscuro lugar me había llevado y, como quiera que tu nombre era siempre la respuesta, me enamoré de ti.
Sé que no suena precisamente encantador, un amor fraguado en la angustia y la soledad, en la tragedia de un corazón destrozado, pero es al calor de los sentimientos más intensos, Teresa, que surgen las pasiones más desaforadas, y así ocurre, por ejemplo, en las guerras, donde han tenido siempre lugar las mayores historias de amor y odio que se hayan narrado ( se me viene ahora a la memoria la del joven Robert Jordan que Hemingway retrató en “Por quién doblan las campanas” , pero son cientos las historias, reales e ilusorias, en las que es la intensidad de los sentimientos y no su carácter, amor u odio, tristeza o alegría, lo que finalmente enciende la llama ).
En la desnudez y el miedo que sentía, en la nausea profunda que me invadía cuando recordaba lo lejos que había llegado en mi febril obsesión, hallé la forma de expiar mis culpas, pero peor que todo eso fue descubrir que te seguía deseando. Y así admití por fin que nada de todo aquello habría ocurrido si no fuera porque algo más poderoso que la lógica o el pensamiento había tomado las riendas de mi vida, algún hechizo que me controlaba y ataba. Sólo entonces comprendí que te amaba.
Fue como empezar de nuevo.
Caminaba por mi casa deambulando como un zombie, sin ningún propósito o intención. Mis pensamientos estaban vacíos y ejecutaba mis quehaceres diarios con la pasión de una máquina o un ordenador. Mi ánimo hacía tiempo que se había empobrecido, reduciéndose mansamente como la hoguera de un campamento en el que todos se han ido a dormir. - A tu hijo le pasa algo -le decía mamá a papá en el salón. - Ya se le pasará -contestaba él creyendo que no les oía. Sí, fue como empezar de nuevo porque así empiezan todas las cosas, partiendo del reino de la nada, y allí estaba yo.
En ese arrastrar por la vida, aquellos que mejor me conocían no daban crédito a mi repentina falta de interés por las cosas. Yo mismo no entendía cómo un sentimiento que normalmente trae consigo un exultante deseo de vivir, podía sumirme en cambio en una melancolía como esa que suele bañar, con el sol tardío, las tardes de los domingos invernales. Había perdido la confianza en mi mismo cuando traicioné y acallé una parte de mi personalidad, como si me avergonzara de ella, pero, una vez admitido el error, no era capaz de salir a flote porque sabía que las causas que me habían llevado a ello ( y todas ellas se resumían en ti, Teresa ) permanecían aún vigentes, igual que sabía, y esto era lo peor, que si obtener tu cariño de ello dependía, una y mil veces me traicionaría.
Y pensando en todo eso, cada vez me costaba más acercarme a ti, hablarte. Me acosaban sudores fríos y labios temblorosos y, sin embargo, salía de clase en las tardes que yo llamaba impares ( porque no estabas tu en ellas y eran tres a la semana ) y a la caída del sol paseaba como un fantasma por la avenida de Reina Victoria con la única esperanza de encontrarme casualmente contigo. Lo que iba a decirte si así ocurría no lo sabía, pero mientras tanto caminaba solitario por las aceras manchadas de grises, adornadas de tiendas viejas y tristes, peluquerías como las de antaño, farmacias con rebotica y frascos en las estanterías, breves pozos de aroma en el aire y los sonidos de sirenas y tráfico. Se precipitaba la noche y la ciudad se encendía, los semáforos lucían como guirnaldas entre los faros blancos de los coches y las farolas transformaban en oropel lo que antes fueran tonos mediocres. Son tardes como esas, Teresa, sin nada esencial ni destacable en ellas, las que luego se graban indelebles en la memoria, no como hechos o fechas sino como luces, olores, sabores y demás sentidos que se mezclan en un todo muy disperso y que las simples palabras nunca logran describir. Paseaba desde Guzmán el Bueno hasta Cuatro caminos y allí entraba en la boca del metro donde descendía esos cuatro famosos tramos de escaleras que acercan a cada hombre a su propio y particular infierno. Luego, en el vagón de metro, mecido por el suave traqueteo de ruedas y raíles, observaba mi pálido reflejo en las ventanillas y me acordaba de que al día siguiente te vería en el aula N3, porque mañana era día par y nunca te había visto faltar a esa clase. Y esa certeza, saber que mañana estarías allí, sentada entre las primeras filas, me agitaba tanto que deseaba que llegara el día y al mismo tiempo lo temía pues adivinaba que en el estado actual en que me hallaba sería incapaz de hablarte como deseaba hacerlo, de comportarme tal y como yo era y no como la sombra del hombre había fingido ser.
Y así cada día me levantaba y me enfrentaba a la rutina. Llegaba siempre tarde a clase, como en mi era costumbre, pero en aquellas mañanas pares era además un alivio saber que gracias a ello había eludido ya un primer encuentro contigo a la entrada del aula. No, no quería hablarte, sabía que no podía, que no era capaz, pero me encantaba observarte desde la distancia de la última fila, tu cabello liso y cobrizo y de vez en cuando, al girarte para hablar con alguien, el asomo de tu perfil. Te veía sonreír, hablar divertida con el compañero sentado a tu lado y sonreír de nuevo. Y en tu dicha hallaba yo mi tristeza sin entender la razón. “ ¿ Cómo puede la sonrisa de la persona amada -le preguntaba a mi hado- , su gozo y alegría, llegar a causarme tanta pena y angustia ? ”. Y la respuesta la obtenía yo en tus nuevas risas y en mi soledad de la última fila, hasta que mi hado suspiraba y, mohíno él, me contestaba: “ Porque sonríe sin ti ”.
Y así era, así es, el amor es sobre todo un sentimiento profundamente egoísta porque deseamos la felicidad de aquel que amamos pero no entendemos que éste pueda ser feliz sin nosotros. En realidad, una respuesta aún más versada y sin duda mucho mejor expresada, la había hallado yo años antes leyendo a Proust, pero su dolor, casi un siglo anterior al mío, me era ajeno, como me eran ajenas por aquel entonces casi todas las cosas menos tu, Teresa.
Recordaba vagamente haber visto el mundo de forma muy distinta a como lo veía ahora. La frase “El mundo es hermoso” había estado alguna vez en mis labios, mas ya no podía ni tan siquiera pronunciarla sin sentir que mentía, a mi mismo y a todo el que me oyera. El mundo, a la luz de mi mirada, era de un gris muy desvaído, de unos tonos descoloridos que simbolizaban la derrota de los sueños y el fracaso de los sentidos. Cuando pienso en lo fácil que hubiera sido echarte la culpa a ti, odiarte, sólo un poco al principio y algo más cada vez, . . . , pero en el estado apático en que me hallaba me era más propio pensar que nadie es culpable de nada, que las cosas ocurren según un plan previsto con antelación a cuyo esquema prefijado no podemos escapar. Aceptar que el mundo no es hermoso, que el amor no es necesariamente un sentimiento de ida y vuelta, se convirtió en la enseñanza de aquellos días.
Mis amigos, los más íntimos, aquellos a los que jamás ocultaba nada, no eran ajenos al nihilismo en que me estaba sumergiendo y me miraban extrañados sin atreverse del todo a preguntar. Notaban con desasosiego que ya no respondía con risas a sus chistes, que no estaba atento a sus conversaciones e intentaban sin éxito involucrarme en aquellas actividades de las que yo siempre había disfrutado pero que ahora me importaban cada vez menos. El pitido inicial del partido de los domingos, por ejemplo, solía sorprenderme inmóvil y distraído de mi posición en el campo, y al final de los encuentros olvidaba, cada vez con más frecuencia, cumplir con mis obligaciones de capitán. En la noche de los viernes mis amigos me llamaban para salir, como siempre, pero, acostumbrados cada vez más a mi desidia, poco a poco dejaron de consultarme sobre los pequeños detalles, como el lugar a donde iríamos o el coche que cogeríamos. En esas salidas de fin de semana yo mismo me fui diluyendo como una gota de tinta en un vaso de agua. Estaba allí, a su lado, pero todos me sabían ausente y en los ambientes abigarrados de los bares y discotecas que frecuentábamos, entre el humo de los cigarrillos que ascendía en remolinos bajo luces multicolor, el calor insoportable y la música envolvente, mi presencia era cada vez menos evidente. De liderar aquellas salidas pasé a ser un mero cómplice de ellas: me quedaba absorto, con un codo apoyado en la barra, contemplando el sin fin de rostros que pasaban a mi lado, que me rozaban o empujaban, que se agitaban convulsos en la pista de baile. Trataba, ahora me acuerdo, de encontrarle algún sentido a todo aquello, a mi estado de ánimo, al de los demás, y a la inexplicable y abismal diferencia entre ambos. Pero era un esfuerzo baldío, inútil en su propósito y, muy pronto, bajo la idea inane de que muchas de las cosas de esta vida son simplemente incomprensibles, abandonaba y me rendía. Volvía entonces a mi pensamiento habitual, en el que, sobre todas las cosas, deseaba el final de aquel paréntesis tedioso que representaba el fin de semana y que tan dolorosamente me privaba de tu mirada.
En aquella época, ahora así lo veo, yo era como una bandera al viento, y me agitaba al capricho de éste. Llegaba a clase y esperaba la llegada de la brisa, o del vendaval, porque de vez en cuando tu te acercabas en los vestíbulos o en los pasillos y me preguntabas algo y si yo era capaz de responder con soltura y salir airoso de la situación, de arrancarte incluso una sonrisa, de nuevo podía entrar en los servicios y sostener mi mirada en los espejos. En esas ocasiones era otro, regresaba a casa con un gesto que no estaba esculpido en mi rostro y, si coincidía con un viernes, salía esa noche con una fuerza y unas ganas ya olvidadas y hasta mis amigos creían de pronto que su viejo compañero de juergas regresaba. Pero era una esperanza efímera porque a veces ni siquiera esa noche duraba y, antes de que amaneciera por encima de los edificios de la Castellana, me tornaba de nuevo meditabundo y taciturno y, al notarlo, yo mismo aceptaba que la noche estaba acabada para mi, me despedía de todos y salía a las calles escarchadas donde las farolas repartían una amarilla y neblinosa luminiscencia y las alcantarillas exhalaban su vaho cálido y ponzoñoso. Aterido por el frío, caminaba envuelto en el forro polar y cubría mi barbilla con su embozo de terciopelo. Eran tres cuartos de hora lo que duraba el paseo a casa, tres cuartos de hora para pensar mientras atravesaba la ciudad y me protegía del relente una noche más.
En esa tesitura, Teresa, llegó el último día de clase, la víspera de las vacaciones de Navidad, y tras él, sabía, me esperaba el más largo e insufrible fin de semana sin verte. No hacía sino pensar que las circunstancias me obligaban a despedirme de alguna forma, a arrancarte una última sonrisa que pudiera llevar conmigo y me sostuviera no un par de noches sino las dos semanas completas que se avecinaban, salpicadas de días festivos y visitas familiares, de una rutina que se repetía anualmente y que cancelaba igual las clases que los partidos de los domingos por la tarde, donde hasta ahora al menos había tenido la oportunidad de desfogarme golpeando con furia el balón.
Pero llegado el día, el momento preciso al salir de clase, no te dije nada. Me despedí en cambio de todos mis compañeros y compañeras de la facultad: me los iba encontrando por los pasillos y, muy jovial, les deseaba felices fiestas o les invitaba a acompañarme a mi y a otros amigos a la cafetería de Químicas donde se anunciaba, casi se oía ya, una buena fiesta. Y en esa fiesta y con esos amigos me oculté, llené mi estómago vacío de sidra y cerveza y traté de empaparme de una juerga que yo no entendía porque para mi en aquel día, como en tantos otros antes que él, nada había que celebrar. Asentía cuando mis amigos, venidos de otras facultades y universidades, me hablaban a gritos por encima de la música pero, en mi tácita aquiescencia y en mi falsa sonrisa, pensaba sólo en que no iba a verte en largo tiempo y en que ni siquiera me había despedido. Te imaginaba sentada en un tren a Burgos, mirando más allá de la ventanilla y olvidándote completamente de mi a medida que el paisaje sucio y gris de los arrabales de Madrid quedaba atrás. Me dolía, ante todo, la presteza con que la que creía que me olvidarías y lo poco que yo había hecho para evitarlo. Y en ese sufrir transcurrió la mañana y, entre más bebidas y risas no sentidas, cayeron sobre nosotros las primeras sombras de la tarde. Cuando ya estabamos a punto de marcharnos, nos entrevistó una reportera de Telemadrid a la que seguía con sumisa obediencia un cámara de televisión: contesté a sus preguntas con voz queda y rostro pétreo, de forma que nadie hubiera dicho que aquello era una fiesta. El cámara me enfocaba desde la izquierda y yo imaginaba mi perfil en un millón de televisores, en los hogares, en los bares, en las estaciones de ferrocarril.
Luego, de camino al coche aparcado junto a la facultad, pensé que probablemente aún no habías tomado ningún tren, tal vez hacías en esos momentos las maletas en esa residencia cuya ubicación por tus indicaciones yo más o menos conocía. Desarrollé esta idea mientras conducía por el paraninfo. Iba solo, con la única compañía de la música que en ese momento hacía vibrar el radiocassete del coche. Dos amigos me seguían en otro coche y les veía hacer gracias en mi espejo retrovisor. Aceleré y entré muy fuerte en la larga cuesta zigzageante que lleva de la ciudad universitaria a esa otra ciudad más urbana y más real que es Madrid. El coche de mis amigos comenzó a rezagarse pero yo cambié otra marcha y apreté el pedal. No quería pensar en la razón por la cual corría tanto pero la sabía muy bien: desde hacía unos minutos había concebido la idea de pasarme por tu residencia y preguntar por ti y era algo que, en el fondo, creía que no debía hacer, que me perdería en una despedida que para mi significaría mucho y para ti acaso nada. En un ataque de ansiedad, estaba acelerando más y más con la intención de pasar cuanto antes esa calle en la que debería girar si quería cambiar mi acostumbrado trayecto a casa por ese otro que me llevara hasta ti. Pasé un semáforo en verde y otro en ámbar, alcancé los noventa kilómetros hora en plena ascensión y entré en Reina Victoria con un bandazo. Pero entonces, a punto de cruzar la calle en cuestión, de nuevo esa imagen del tren, ese doloroso recuerdo de lo fácil que te sería olvidarme.
Creo que giré a cuarenta o cincuenta kilómetros la hora, no está mal para un giro de noventa grados. Oí chirriar los neumáticos y vi pasar por el retrovisor y perderse el coche de mis amigos y, más acá, pero en el mismo espejo retrovisor, encontré rostros que me miraban boquiabiertos desde las aceras. Bajé el volumen de la radio, seguí las indicaciones que me habías dado en cierta ocasión y aparqué en segunda fila.
Es curioso que me acuerde tan fielmente de todo eso, que recuerde con semejante virtuosismo de detalles todo cuanto aconteció en ese día, y apenas sí logre encontrar en mi memoria lo que pasó después, la conversación que tuvimos o tus rasgos y tus gestos mientras charlábamos. Una vez más, olvidé justo lo importante. Fue precisamente por aquel entonces cuando perdí el poder de invocar tu rostro y la capacidad de llamarlo a voluntad, y empecé a depender de esos momentos singulares entre la noche y el día, el sueño y la vigilia, para recobrarlo durante sólo unos instantes. Sí, Teresa, como te decía al principio de esta carta, qué curiosos los recuerdos y qué curiosa la memoria, y sí, Teresa, también yo me pregunto qué tendrá que ver tu rostro con el final de la noche y el advenimiento del día.
Las vacaciones fueron como esperaba. De pocas cosas puede uno decir algo así. De común, las cosas nunca ocurren como uno empieza por sospechar o como acaba por planear sino que se tuercen de pronto en giros bruscos, como aquel que en un golpe de volante me llevó a tu residencia sin que yo pudiera impedirlo. Las vacaciones, en cambio, son otra cosa porque, las clases, aún en su monotonía, introducen cambios y situaciones sin los cuales los días quedan vacíos y reducidos a una monotonía todavía inferior. Comienzan con un sin fin de planes sobre las cosas que has de hacer en cuanto tengas tiempo y luego resulta que el tiempo sobra y los días se repiten y te sorprenden sin hacer básicamente nada, cada nuevo día una copia del anterior, hasta que ya no distingues los martes de los jueves.
La visita imprevista a tu residencia no había logrado sacarme de mi estado aletargado ni evaporar mi calmada desidia, más bien todo lo contrario: lo había aplazado todo, mi vida y mi futuro, mis sueños y fantasías, hasta que acabaran aquellas aburridas vacaciones. Durante los primeros días salía de mi habitación y caminaba perdido por la casa dando vueltas y vueltas como un animal encerrado en su jaula. Vagaba hasta el estudio y leía un rato, erraba hacia el salón y miraba sin pestañear el televisor, y el final de cada programa y de cada película me sorprendía sin que supiera qué había visto o qué había sido del protagonista. Sólo el informe meteorológico conseguía a veces fijar mi entendimiento: escuchaba al hombre del tiempo y miraba el mapa de símbolos con atención, sólo por saber qué cielo cubriría Burgos a la mañana siguiente, si sería de un azul intenso o cubierto de nubes grises, si estarían mojadas las aceras cuando salieras a comprar el pan o si, horas antes, el viento agitaría las contraventanas de tu cuarto invitándote a despertar.
Fue por entonces cuando comencé a escribir esta carta, sin más motivo que el de registrar todo cuanto estaba sintiendo y llenar con negras letras los papeles blancos del escritorio igual que llenaba con el recuerdo de tu presencia las tardes vacías de los gélidos días de invierno. Y durante algún tiempo no hice otra cosa que escribir, y así pasaba las horas, ora inclinado sobre el escritorio, ora simplemente pensando, pensando en ti. Y soñaba con pasear a tu lado y, al cruzar la calle, cogerte de la mano dulcemente, y arroparte por la noches y dormir entre tus pechos, con el rostro hundido en tu vientre. Ah, Teresa, ¡ qué obsesión la de aquellos días !, ¡ qué dulce desasosiego ! y que leve e inconcreto, en cambio, el desvanecimiento de todas esas sensaciones en un océano de tiempo. Tiempo, tiempo y tiempo; tiempo hasta que ya nada parece igual, tiempo hasta que dudas si fue sueño o realidad.
Las vacaciones actuaron en mi como un sedante bienintencionado, lentamente administrado y eficazmente dosificado. Los días helados durmieron lo que sentía por ti y lo ocultaron bajo un grueso colchón sobre el que incluso la princesa del cuento hubiera podido conciliar el sueño sin queja. Pero no estoy diciendo nada nuevo, en todas partes es sabido que el tiempo actúa así, con todos los sentimientos sin distinción y siempre sin excepción: no existe odio ni amor lo suficientemente intenso que resista su paso paciente y su constancia tenaz. Te fuiste así, sin más, ¿ cómo describir de otra manera lo que viene de lejos, sin prisas y no podemos percibir ?.
A la vuelta de las vacaciones lo intenté, te hablé y me moví hacia ti guiado por una inercia que aún duraría algún tiempo. Pero por más que yo lo negara, por más que buscara en tu rostro lo que antes no podía dejar de ver, ya nada iba a ser igual y en el paso de los días percibí la ausencia del calor que antes me provocara tu sola presencia en la misma habitación. Me sentaba junto a ti en clase, codo con codo, y me suponía a mi mismo nervioso pero lo cierto es que a lo largo de los tediosos minutos sólo acumulaba una blanca indiferencia. Es curioso cómo me empeñaba en recuperar aquello que, sin embargo, me había hecho sufrir tanto. De hecho, al principio fue miedo, casi pánico, a perder aquello que por ti sentía, aquello que me sustentaba y mantenía. Y no fue que con el tiempo lo aceptara sino que un día me levanté y, simplemente, no pensé en ti, y ni siquiera me apercibí de ello hasta varios días después, cuando ya era tarde. Así de súbito fue. Y aunque luché y te llamé y traté de perder nuevamente la cabeza, me era imposible seguir fingiendo una ilusión que ya no sentía, aquella de cuando el mundo no era hermoso pero sí tácito y misterioso, cuando sólo soñaba con tu rostro y me aburría en las discotecas, cuando paseaba por las calles a la caída del sol y miraba absorto el informe meteorológico.
Que brusco es siempre el final, Teresa. Ahora me parece mentira todo lo que ha pasado. Leo los primeros párrafos de esta carta y los encuentro huecos, casi vacíos: ya no puedo comprender. He vuelto a mis libros, a mis escritos, pero echo en falta algo de la magia que me invadía, del hechizo turbador que me poseía, aunque haya recuperado a cambio la alegría de vivir. De nuevo pienso que el mundo es hermoso, pero lo es de una forma no prevista y que no siempre nos es favorable, y a veces nos sentimos vitalmente unidos a la complejidad de sus situaciones, abrumados por la maravilla de sus colores, de sus cambios de luz, . . . y otras sólo deseamos salir y escapar de él con las prisas de un disparo en la sien. La belleza del mundo está en sus contrastes, en los cielos azules que se tornan grises, en la noche oscura vencida por la luz del día y en la ironía de un amor sentido muy hondo y olvidado aún más pronto.