sábado, 13 de agosto de 2011

Tantas cosas que enseñarle


A medida que esa barriguita portaequipajes se hinchaba y Cristina cambiaba su centro de gravedad, he ido asumiendo la idea, al principio increíble, de que soy el origen de nueva vida, responsable de una criatura que empezará sólo llorando y mamando pero que desde el principio estará pendiente de mí y de todo cuanto pueda enseñarle.

Resulta curioso que mi interés durante este tiempo de embarazo haya obviado las cuestiones médicas y biológicas –que sumisamente he dejado a los profesionales y a la madre naturaleza- para centrarme en cambio en temas de educación y desarrollo cognitivo del niño, desde Piaget a Carlos González, pasando por el obtuso Dr.Estivill. Y resulta curioso este abandono mío de las cuestiones biológicas –digo- porque la mente, y en concreto la inteligencia, no deja de ser un accesorio de lujo en el vehículo básico, en el chasis frágil pero fundamental, de nuestro cuerpo. Lo primero debiera ser sobrevivir, lo segundo aprender. Pero no es así, en el hombre al menos no es así, y ambas tareas se mezclan indistinguiblemente. Y por eso sé que esa niña diminuta que surgirá de las entrañas mismas de Cristina, no dejará de observarme, de fijarse en mí y tomarme como ejemplo desde el momento mismo en que salga a la luz y tome, ansiosa, su primera bocanada de aire. Por alguna razón, no me preocupa tanto su supervivencia como entidad biológica, no me quita el sueño saber de sobra que enfermará por culpa de diminutos microbios, que alguna vez padecerá de fiebre sin motivo o que un día aún lejano volverá a casa con la bicicleta a cuestas y las rodillas desolladas. Tengo la confianza de que, en la naturaleza, la vida se abre camino de una forma u otra, siempre hacia delante. En cambio, la tarea de educar a esa niña de una forma ética, de enseñarle lo fundamental del mundo, del hombre, de la historia, del lenguaje que un día le permitirá comunicar sus ideas al mundo,…todo eso me resulta abrumador. Y supongo que es así porque, al aceptar mi papel de maestro, me pregunto qué he aprendido yo, qué sé y qué ignoro, y si conozco el método y la manera de enseñarle las pocas cosas que creo saber, de trasmitirle la curiosidad sobre todo aquello que aún no entiendo. Me gustaría que partiese de ahí, que sabiendo cuanto yo haya podido enseñarle, mucho o poco, ella siga adelante y me supere. No me malinterpreten, por favor, no hablo de logros banales, no necesito que sea una investigadora de reconocido prestigio o la primera mujer en pisar Marte, pero sí quisiera que habiendo aprendido lo distante de ese planeta o los cambios climáticos por los que pasó antes de convertirse en un desierto de arenas rojizas, se sienta fascinada cuando la humanidad encuentre allí un huella de vida. No pretendo que sea ella quien protagonice el hallazgo, no necesito que la encumbren con un Nobel o la asedien con micrófonos en ruedas de prensa, sólo que escuche atenta la noticia en el televisor -acaso mientras corta unas cebollas o prepara la comida de mis nietos, largo tiempo después de que yo me haya ido- y se sienta profundamente conmovida, plenamente consciente de lo que tal hallazgo significa para la humanidad.

Y no me importará si al día siguiente regresa a su empleo de esteticista en una peluquería de barrio o de cajera en un gran supermercado, perdida entre hileras e hileras de gente que esperan impacientes que les cobren. Me bastará saber que tiene el deseo de conocer, la sensibilidad para apreciar cuanto aprenda y la fascinación por el mundo que, desde su nacimiento, yo pretendí infundirle.