viernes, 28 de mayo de 2010

De la percepción y otros errores humanos




Creo que todo el mundo conoce el argumento, muy manido ya, de que la realidad es algo distinto a lo que percibimos pero de ahí a descubrir, como ocurre en ocasiones, que ambas cosas no se parecen en nada, hay un largo pasillo de asombro. “¿Cómo pude creer que…?”, ¿qué me llevaría a mi a pensar que…?”.

¿Hasta qué punto puede un hombre percibir erróneamente la realidad que le rodea y equivocar con ello sus decisiones o sus acciones?. Sí, vale…, estoy hablando de mi y no de un amigo o un pariente lejano :-) pero digo esto pensando en que todos alguna vez hemos juzgado erróneamente a alguien o creído, de nuevo erróneamente, que la chica de la primera fila, esa que no deja de buscar excusas en clase para pedirnos los apuntes, esta coladita por nosotros. “Macaco presuntuoso –nos flagelamos luego- ¿cómo pudiste pensar eso en lugar de comprender a tiempo que ella era nueva y extraña en tu ciudad y buscaba tan solo hacer amigos, y –sobre todo- cómo se te ocurrió acabar declarándote de aquella manera, olvidando cualquier otra posibilidad, dando por hecho una simple percepción, dando por sentado que la realidad se ceñía tan casualmente a tus deseos?”

Constatar que nos hemos equivocado, que lo que veíamos, tocábamos y sentíamos no tenía en realidad el color ni el tacto que esperábamos y –mucho menos- un sentimiento afín al nuestro, como ocurre en los retorcidos senderos del deseo y el amor, puede descubrirnos hasta que punto nosotros, concretamente nosotros, somos presa fácil del autoengaño, de creer lo que queremos creer y obviar el resto.

Decía Locke en el siglo XVII que la realidad a menudo se ve coloreada por los afectos. ¿Coloreada?, ¡dios bendito!, ¡es mucho más que eso!, ¡esta teñida entera!, ¡la realidad es un amalgama de mediciones erróneas, de percepciones falsas!, de malentendidos y desencuentros, de verdades que se escapan. Me lo decía mi profesor de física cuántica y con 21 años yo todavía no lo aceptaba: lo que se mide se ve afectado por el medidor, el resultado por la inferencia del observador, la verdad por la opinión de su creador.

Aún así, con todos sus defectos, nuestra percepción es lo único que tenemos, la única forma de medir. Y hay que medir. No hacerlo sería como estar ciego y caminar sin agitar las manos o un bastón por delante. Así que prueba, dilo, confiesa, toca, besa, experimenta y, en definitiva, haz uso de la errónea percepción porque sólo así conseguirás acercarte a la verdad, aunque ésta duela.

Y en cuanto al error en la percepción…, bueno, no hay porque castigarse, ¿verdad?, errar es inherente al ser humano, está íntimamente vinculado a la libertad que poseemos, a esa tremenda y a veces apabullante libertad que no atesoran otros animales y que nos hace tan especiales, y en ocasiones tan infelices. Y todo es así desde que nacemos: pruebo, lo intento, me equivoco, lo admito (o no!), me corrijo (si puedo, si quiero) y vuelta a empezar. Es un ciclo que castiga nuestra autoestima si no se gestiona bien emocionalmente y que nos hace mejorar continuamente si sabemos sacar algo en claro. Comprender y asumir la frustración que produce equivocarse debería ser lo primero que se enseña en las escuelas, mucho antes que los números naturales o las letras del alfabeto que componen las palabras con las que ahora escribo, las que he usado desde niño para describir lo que percibo.

sábado, 22 de mayo de 2010

No hay nada que temer



En ocasiones experimento -como todo el mundo alguna vez, supongo- lo que significaría saber que hoy va a ser el último día de mi vida. Voy hacia el trabajo conduciendo mi moto y uno de esos camiones que bajan como locos del vertedero del Garraf se salta un ceda el paso, mandándome directamente al paraíso, o al infierno, o al nihilismo más vacuo.

Es una sensación extraña, pero sobre todo es frustrante, porque de haberlo sabido, de haber podido siquiera intuir que hoy iba a ser, que hoy sería sólo hoy y ya nunca mañana, hay tantas cosas que me hubiera gustado hacer, decir, escribir... De repente el futuro no existe, alguien (un conductor temerario, un tropiezo infortunado) o algo (el azar, el destino predeterminado) nos lo ha robado. Como dice el asesino a sueldo que interpreta Clint Eastwood en Sin Perdón: "Cuando matas a un hombre, le arrebatas no sólo lo que es sino todo lo que podría llegar a ser".

E inmediatamente después de esa frustración que te asola al comprender que, de ser hoy tu último día, ya no podrás llevar a cabo todo lo que hubieras querido, se te viene a la mente una pregunta muy sencilla que en cambio cuesta mucho responder: "¿Y por qué diantres no lo he hecho hasta ahora?". ¿Por qué dejamos para un lamento final, para el segundo antes de que nuestra vida expire, esa lista que de pronto parece interminable de cosas por hacer?, ¿por qué no empezar ahora, ya, a decir lo que pienso, lo que siento, a vivir natural, a percibir y sentir las cosas como un animal, un organismo pluricelular, pero a disfrutarlas como sólo un ser humano puede hacerlo?. Y si lo piensas bien hay una única respuesta, una barrera trasparente pero sólida que nos lo impide, y esa frontera, que muy pocos logran cruzar, es el miedo. Miedo al individuo, miedo a la manada, miedo a lo que nos rodea, miedo a lo que llevamos dentro, miedo a lo desconocido, a que lo conocido nos sorprenda y decepcione, miedo a tener miedo.

Y cuando la barrera cae y el miedo desaparece, tal y como es posible imaginar que ocurre en ese instante final en el que descubrimos de pronto que todo va a acabar, tal y como le ocurre al protagonista de American Beauty un segundo antes de que el cañón de esa pistola le presione la nuca, entonces, demasiado tarde ya, comprendemos que sólo hay una cosa peor que morir, y es vivir con miedo.

Así que deja que tus hijos trepen a ese árbol, el riesgo pequeño y real de que caigan no podrá nunca equipararse al placer emocional que experimentarán cuando de adultos recuerden la perspectiva del parque y el barrio de su infancia vistos desde allí arriba, entre las ramas y las hojas. Y monta en moto, asume esa visión de la carretera si te place, porque si tanto la deseas lamentarás no haberla experimentado si el día fatídico te alcanza antes de que lo hayas hecho.
Y si el camión finalmente te arrolla, confía, recuerda, que ni siquiera él, con todas sus toneladas de peso, podrá arrebatarte los kilómetros vividos.