domingo, 5 de abril de 2009

Origen de la memoria


A través de un viejo compañero del colegio que me encontró recientemente en esa macro-indiscreta base de datos que es Facebook, me llega, 27 años después, esta fotografía que ni la memoria más persistente hubiera podido o sabido retener. O eso pensaba.
Porque nada más recibirla, mientras calculaba mentalmente el año en que fue tomada y obtenía un sorprendente 1981, empecé a recitar en un murmullo, uno a uno y sin ningún atisbo de duda, los nombres de todos esos niños y niñas, de sólo 6 o 7 años, que fueron mis compañeros en 1º de EGB.

Y de pronto no son sólo los colores desvaídos de esta imagen de los 80, como el sepia de las fotos del siglo XIX, los que me recuerdan aquellos años de escuela, sino cada rostro y cada historia impresa en él, cada apresurada carrera hacia el patio, al terminar la clase de la mañana, cada partida de chapas o de canicas, cada sonrojo ante una de aquellas niñas a las que escandalizaban nuestras palabrotas, en una época en la que los meses transcurrían lentos como eones y cada día era una aventura eterna.

No sé si mis allegados me reconocerán. Tercera fila, arriba, en el centro, con un estrambótico jersey a rayas horizontales por el que mañana mismo exigiré explicaciones a mi madre. A mi izquierda, bajito y con su largo tupé, está mi mejor amigo de entonces, Ángel Luis Arévalo, con quien compartía una sensibilidad y una visión estética y enriquecedora del mundo que cambié, como cromos de fútbol, por la amistad de otro chico más popular y que luego resultó ser uno de esos falsos líderes a los que todos hemos seguido por error alguna vez. Ángel Luis abandonó la escuela pocos años después, porque su madre, que se había vuelto a casar, se mudaba con su nuevo marido a Albacete, y yo, con esa crueldad ciega de la que sólo son capaces los niños, vi llegar y pasar el día de su marcha sin despedirme siquiera de él.

En la primera fila, la de más abajo, casi en el extremo de la fotografía, está María del Mar Díaz Ruiz. Esa niña menuda, de cabellos rubios y rizados en bello contraste con su chándal azul, fue, como se suele decir, mi primer amor, y, como casi todos los que tuve después, más platónico que correspondido. Cuatro cursos más tarde sus padres la cambiaron de colegio y eso me produciría la primera experiencia sentimentalmente dolorosa de mi vida. Aún hoy no me atrevo a valorar cómo influyó eso en mi actual forma de ser o incluso de escribir pero sí recuerdo que muchos, muchos años después, caminaba por la acera con un amigo de la universidad cuando tropecé con su rostro, de la misma belleza que yo recordaba, y bajé la cabeza fingiendo no haberla reconocido. No se si eso prueba que soy un cobarde, pero sí desde luego que podemos ser de adultos infinitamente más estúpidos que de niños.

No puedo dejar de escribir tampoco sobre la chica de blanco junto a María del Mar, de nombre Nadia Blázquez, pues con ella llenaría el hueco que años antes dejara su amiga y compañera. Nadia era de esas chicas cuyas condiciones en la vida -padres separados, algún que otro problema en casa- volvían excepcionalmente madura para su edad. Mientras los demás pedíamos permiso para volver a casa más tarde de las 8, ella ya cogía el metro sola y vivía sin limitaciones ni horarios. Me enamoré de ella en la fiesta de su doce cumpleaños, mientras bailábamos abrazados con la música de Eros Ramazzoti, en el salón de su casa, y ese mismo año tuve con ella mi primera cita, si bien estoy seguro que ella no la consideró nunca como tal, pues acudió en compañía de un libro que no dudó en decirme que traía por si se aburría. Salimos algunas veces más durante aquella primavera de interminables huelgas del profesorado en las que los alumnos vagábamos sueltos y libres por la ciudad, sentándonos en bancos de calles tan lejanas de casa y del colegio como nuestro temor a lo desconocido y a una invisible frontera nos permitía descubrir.
Nadia era preciosa pero yo nunca me atreví a tomarla siquiera de la mano, aunque lo deseara fervientemente cuando, al cruzar una calle o esquivar al gentío de una acera atestada, nos rozábamos levemente. No fue hasta el año siguiente que supe, por uno de esos amigos envidiosos, que ese mismo verano en que yo soñaba con rozar su piel ella retozaba ya sobre la hierba de una piscina municipal con uno de aquellos chicos nuevos y malotes que habían entrado ese año en el colegio. No me sorprendió tanto enterarme de aquello como descubrir lo que implicaba: que se había acabado la inocencia, que entrábamos todos, yo el último como siempre, en la adolescencia.

Finalmente -se lo debo a ella y a mi mismo- en el extremo derecho de la segunda fila está Diana. Era de esas chicas atractivas pero algo rellenita que terminaba siendo la confidente de todos los chicos antes que la causa de sus desvelos. No sé cómo llevaba ella eso, egoístamente nunca se lo pregunté: yo le hacía depositaria de mis secretos “Me gusta María del Mar” -le decía- pero nunca le preguntaba sobre los suyos. A veces tenía la sospecha, contrariado, de que era yo por quien ella suspiraba. La amistad de nuestras madres y la proximidad de nuestros hogares nos convirtieron en muy buenos amigos y siempre volvíamos a casa juntos, arrastrando a nuestros hermanos pequeños y cotilleando sobre los compañeros de clase.
Cuatro años después del instante en que aquí la veis retratada, cuando contaba tan sólo diez años de edad, su casa saltó por los aires al explosionar el gas que debido a una fuga se había ido acumulando en las escaleras del edificio durante horas, horas en las que seguramente ella y yo corríamos por el patio o volvíamos contentos a casa desde el colegio, y que detonó esa tarde bajo la presión del dedo inocente de un cartero que llamó al portero automático. Ella fue la única víctima mortal. Y el resto de su familia vivió para llorar su muerte y rozar la locura y abandonar para siempre aquel barrio y aquella escuela que yo ahora me empeño en recordar.

Es increíble. Miro de nuevo la foto y la veo realmente como un almacén de la memoria, el origen de tantas historias, no sólo la mía… Como dice esa tremenda película de Sergio Leone: “Conoces a los ganadores en la línea de salida”. Sí, pero también a los perdedores, y a los que no serán ni una cosa ni la otra, que son la mayoría y que seguramente siguen hoy con la multiplicidad y complejidad caleidoscópica de sus vidas, vidas que se extienden y se ramifican a partir de esta simple fotografía.

Profesora Iciar, Raquel, Blanca, Alicia, Ángel Luis, Pablo, Eduardo, Juan, Oscar, Daniel, MariPaz, Alicia, Helena, Olga, Rodrigo, Mónica, Nuria, Alejandro, Marcos, Fernando, Ignacio (Nacho), Miguel Ángel, Diana, Nadia, María del Mar, Ana, Inés, Diego, Israel, Encarna, Carlos, Alberto y Víctor, desde estas líneas yo os recuerdo y os honro a todos, a los que aún vivís y a los que ya no estáis, sois parte de la memoria, de mi memoria, única depositaria de lo que he sido y aún debo ser, hasta el día en que yo mismo exista sólo como eso, como fotografía, como origen de otra memoria.