viernes, 6 de marzo de 2009

Estic malalt: dolor y enfermedad


Así es, enfermo. Otra vez mi estómago, como no. En la que empieza a ser una rutina de mis días (y mis noches), al menos cuatro veces al año cojo una buena gastroenteritis, alguna clase de infección estomacal, un cólico o una indigestión que se complica y me hace expulsar las entrañas durante horas para dejarme luego postrado y febril durante dos o tres jornadas, a veces laborables y otras, para mayor escarnio, festivas.

La debilidad de mi estómago se ha ido haciendo patente desde mi juventud y ahora que empiezo a entrar en eso que llaman la mediana edad se reafirma como uno de los males, junto a los dolores de espalda, que prometen hacerse endémicos y propios, íntimamente personales, y que serán seguramente quienes me den guerra sin cuartel en la vejez.
Con el tiempo aprende uno a sobrellevarlos con cierta dignidad, salvo tal vez por el absentismo laboral que provocan y que siempre me ha causado algo de vergüenza, no tanto porque piense que cabe aún hacer algo con este estómago mío como por el hecho de comprobar que a ningún otro compañero le ocurre, lo que establece una comparación tan ridícula como pusilánime en la que lucho en desventaja.
Quizás lo que más me fascina (“fascina”, por dejar de usar palabras derrotistas, ahora que ya cedió la fiebre y he probado mi primer y delicioso trozo de pan tostado), es comprobar que mientras se halla uno inmerso en estos episodios de dolor y enfermedad, incluso cuando son tan efímeros como una noche de continuados vómitos biliares, puede uno prometer y de hecho promete lo que haga falta, se arrodilla ante dioses en los que no cree y jura erigir monumentos colosales a quienes sostienen nuestra mano o nuestra frente cuando esta se inclina o se introduce por completo en la blanca vacuidad del inodoro. Todo, lo daríamos todo, con tal de que el dolor o la nausea desaparecieran, y no puede uno creer entonces, mientras el esófago arde y se contrae, que el final de ese padecer esté cerca, que en realidad no vayan a ser sino unas pocas horas de sufrimiento, tras las cuales todo lo prometido, todo lo escrito en este párrafo incluso, parecerá exagerado.

Pero sin duda, si he de quedarme con alguna conclusión de estas últimas 48 horas, el perfecto candidato sería ese ya familiar momento, entre arcada y arcada, en los que la enfermedad nos da un respiro, un alivio, una muestra de piedad, y se detiene uno a pensar en lo maravilloso y a la vez milagroso que es realmente el estado opuesto a aquel en el que ahora está: el de la salud, el de los otros 350 días del año que pasamos en perfecta y equilibrada armonía con el mundo, sin una fiebre, sin un vómito, sin un dolor, y que nunca, nunca, llegamos a apreciar y agradecer lo suficiente.
Así que ahora, mientras digiero el mendrugo de pan de esta mañana, mientras empiezo a pensar en las tareas que tengo por delante, en ventilar la habitación, en la posibilidad de una ducha larga y caliente que acabe con la quema de mi actual pijama, en recuperar, en definitiva, la vida que el miércoles dejé en suspenso, doy gracias a los astros y a los dioses, reales e inventados, por concederme la salud y la dicha de un cuerpo que puede olvidar y desdeñar la enfermedad el 95,89% del tiempo que pasa en este mundo, para concentrarse en la salida del sol, en el desorden de mi casa, en el libro que estaba leyendo, en el protocolo NTP, en los tímidos inicios de la primavera.