En los días en que escribo estas palabras, lejanas
como estrellas de todas las que había escrito antes en este blog (creo que mi
último post data del mes de abril y mi última frase con ínfulas literarias la
pronuncié en el púlpito de una iglesia, en la boda de unos amigos, allá por
febrero), me ha sido dado recordar, una vez más, lo que es el dolor y la
enfermedad, incluso la angustia de lo que muy bien podría, sin causa reconocida
ni motivo suficiente, llevarte consigo, arrancarte, del mundo de los vivos, del
mundo de los conscientes -¡o inconscientes!- que caminan por ahí, sanos y
ociosos como caballos de piel lustrosa y crines esponjadas, ignorantes –seguro,
seguro- del diminuto ser vivo (virus o
bacteria) o la escasa magnitud del desajuste interno que podría en cuestión de
horas domarlos y tumbarlos, dominarlos y someterlos hasta hacerlos caer y yacer,
exhaustos y moribundos, respirando con dolor cada bocanada de aire que será o
no la última en entrar a sus pulmones.
Creo que ya he escrito antes en este blog, incluso puede que varias veces,
sobre la facilidad con que el hombre olvida durante sus largos periodos de
vitalidad y salud, las pocas y contadas ocasiones en que dicha salud se ve
truncada y arrastrada como un trapo por un suelo sucio y pedregoso. Son horas
“bajas” ;-) –perdonen el humor fácil de este enfermo- y siempre me ha llamado
la atención que el resto del tiempo, mientras corremos por ahí o montamos en
bicicleta, mientras ascendemos una montaña o simplemente alzamos a nuestra hija
pequeña en brazos, no pensemos que cada segundo de salud es un regalo
maravilloso e inapreciado mientras lo poseemos. Cada segundo un regalo por el
que sólo sabremos dar gracias (¿a quién?!) si un mal día enfermamos, haciendo
realidad el dicho de que sólo aprendemos a valorar lo que perdemos.
Sin embargo, en esta larga -¡y otra vez navideña, increíble!- convalecencia
en el hospital, el sentimiento que me invade de forma más acusada es el de
pérdida, pérdida de tiempo, sí, pero no del tiempo transcurrido mientras vagaba
enfermo por los pasillos de este hospital como un alma en pena, sino pérdida de
todo lo ocurrido, o mejor dicho, no ocurrido, antes del momento en que esta
enfermedad me tumbó. Es decir, no es ya que me arrepienta de no haber valorado
el tiempo que tuve de salud, cuando lo tuve, sino que me pregunto por lo que
hice con él, con ese tiempo lleno de salud y bienestar. ¿Acaso no lo malgasté?
Todo ello, una vez más –y no es la primera, pero sí la más reciente, lo que
estarán de acuerdo conmigo que le otorga un status especial en el momento
actual, en el ahora- me lleva a pensar en las cosas que hasta hoy he hecho mal
–y que si así las percibo, no debería volver a hacer- y las cosas que quisiera
realmente hacer, las que no he llegado a completar, a decir, a ejecutar, a
escribir, ¡a gritaaaaar!, y sobre las cuáles desearía, rogaría, una nueva
oportunidad. Hay que volver a apostar. Ahora que todavía hay fuerzas, hay que
volver a tomar los dados y lanzarlos -sin pretensiones divinas (ver Einstein
vs. Stephen Hawking ;-) dónde todo el mundo pueda verlos. Porque si algo siento
importante, si algo quiero ahora que empiezo a recuperarme, es que las personas
que me rodean puedan a partir de hoy ver la transparencia de mis acciones, de
mis sentimientos, de mis afectos y, ni ellos ni yo, volver a cubrirlos bajo
ningún pretexto con telas traslúcidas u objetos velados, mentiras o verdades a
medias. Quiero que todo el mundo que esté a mi lado lo esté porque quiera
estarlo, y no por cualquier otra razón. Quiero que los amigos que de verdad
aprecio lo sepan sin ninguna duda; son pocos pero están en mi corazón. Quiero
que mi trabajo perdure, que me dé de comer a mí y a los míos, pero sólo si
puedo hacerlo mejorar constantemente, si puedo reinventarme cada día. Quiero
que mi padre madure, que mi madre se emancipe, que mi hermana deje de verme
como el soterrado abusón de su infancia. Quiero que mi esposa lo admita, que
los políticos que me roban dimitan, que mis vecinos, catalanes o no, comprendan
como yo que les están tomando el pelo. Quiero aprender más física, más sobre
sistemas complejos, más sobre azar y orden; quiero editar videos y películas
con destreza similar a la que escribo, porque el buen cine, como la literatura,
me apasiona –y uno siempre debería poder hacer -o intentar hacer- lo que le
apasiona, ¿qué sentido si no tiene todo esto?. Quiero abrir en Gavà un taller
de escritura en castellano, por ver si así mis vecinos aprenden a admirar lo
que ahora sólo usan por mera utilidad y que en el colegio les han dado sin más.
Y quiero leer más clásicos, quiero saber a través de ellos y su visión del
pasado qué nos depara el futuro, cuál es la esencia del hombre y si hay
esperanza o todo está determinado. Quiero un mundo nuevo –como dice la canción-
donde enseñarle a mi hija que el sentido de la propiedad, el ansia por el éxito
o la necesidad de brillar para ser admirado, no forman parte de su herencia
genética, ni de la suya ni de la de nadie, está todo implantado después, mediatizado,
urdido como un astuto plan. “La única determinación en tus genes, Patricia –me
gustaría decirle- está en aquél que un día pueda activarse, como un reloj
despertador, y provocarte a los 38 un cáncer de mama, o a los 60 una terrible dolencia
degenerativa que te postre en un cama y acabe con tus sueños”. Antes de eso,
Patricia, hay mucho que hacer; tanto, que ya hemos perdido bastante tiempo.
No me miren así, no estoy loco, no son cosas tan difíciles. No son
utópicas, no son irrealizables,… ¿apuestan algo?
1 comentario:
Apuesto 10 a 1 a que sí. ¡Vamos Dandy!
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