miércoles, 23 de marzo de 2011

Tengo un amigo que no cree en la amistad

Tengo un amigo que no cree en la amistad. Piensa en cambio que todos deberíamos ser tratados por igual, como conocidos sin más. Y cada vez que uno de esos conocidos le da la espalda o le decepciona de alguna forma, cree probada su teoría única sobre la amistad, cuyo teorema principal reza lo siguiente: “Nadie merece llamarse amigo si en algún momento futuro puede traicionar lo que otra hora fue una estupenda relación.”

Vive por tanto mi amigo en un mundo rodeado de simpatizantes, con los que intercambia favores, con los que se relaciona sin culpa y sin pasión, dando y recibiendo aproximadamente a partes iguales y considerando que en eso debe consistir toda lealtad.

Y a ese amigo, que nunca arriesga el corazón, quisiera sólo decirle que la amistad, como sucede con el amor, no se da en grupos sino uno a uno, es cosa de dos. Existen los grupos de amigos –por supuesto-, pero se rompen y dispersan, se evaporan, si dentro de ellos no imperan las relaciones singulares, entre cada uno de los componentes del grupo, porque pronto se verá que sólo les cohesionaba el entretenimiento y la diversión, las características comunes que compartían, como una misma residencia, un mismo hobby o una misma labor. Y nada de eso tiene que ver con la amistad, que se da entre elementos iguales o dispares pero que guardan una cosa en común: su intención. La intención que cada uno sostiene ante el otro de ser honestos y sinceros, de defenderle a capa y espada, sin reparos, antes de explicarle en qué se ha equivocado, la intención de perseverar en esa relación aunque la distancia, la duda o la cizaña amenacen con su destrucción.

Tengo un amigo que no cree en la amistad y a veces, cuando le miro a los ojos, me da miedo que tenga razón.

domingo, 20 de marzo de 2011

Periodismo y desinformación


Hace sólo unas semanas escribía en este blog un artículo a favor de la energía nuclear. Hoy, después de lo sucedido en la central nuclear de Fukushima, en Japón, y en contra de toda la marea de opiniones soliviantadas por las televisiones y los medios de comunicación nacionales e internacionales, debo reafirmarme en todo ello, no sólo porque considero que lo que escribí sigue siendo plenamente cierto, sino porque en los últimos días he tenido que asistir, con verdadera vergüenza ajena, a una alarma nuclear desatada y a todas luces exagerada.

Lo primero que debemos recordar, todos los ciudadanos, en todo momento, es que el periodismo ya no es una herramienta de información, como lo fue en sus comienzos, sino que fundamentalmente es un medio de propaganda y creación colectiva de opinión: en televisión, en los noticiarios concretamente, tendrá cabida todo aquello que prometa espectáculo, que atraiga la atención de los televidentes, sin que el criterio de selección de la primicia lo marque la importancia relativa respecto al resto de noticias. Libia era al empezar el mes de marzo lo más novedoso e interesante de la crónica internacional, era el colofón de toda la serie de revueltas que prometían barrer de sátrapas el Magreb. Durante días, el 60% del tiempo de un telediario lo ocupaba el avance de los rebeldes, la inminente caída de Trípoli y Gaddafi, o los miles de refugiados huyendo del país. Entonces, el 11 de marzo, un tremendo terremoto sacude Japón, al otro lado del mundo, y las cifras de muertos y desaparecidos y, sobre todo, la abundancia de imágenes espectaculares del tsunami posterior en un país plagado de móviles con cámara, eclipsan al desierto libio y a Gadafi durante días, con barcos encallados en lo alto de un tejado o autobuses flotando en las aguas como cascaras de nuez. Y de pronto, otra noticia, todavía más espectacular aunque no tan importante, la destrucción de Fukushima y la amenaza nuclear en sus proximidades (se establece un perímetro de seguridad de 20 km), irrumpe en los primeros minutos de los telediarios y se superpone al propio maremoto que lo causó.

Y ahí tenemos las dos noticias, ambas centradas en Japón, pero de consecuencias muy distintas: por un lado, uno de los terremotos más intensos de los que se tiene registro, seguido de un tsunami que literalmente sepulta bajo agua y escombros decenas de poblaciones costeras con miles de habitantes. Por el otro lado, una central nuclear, de entre las decenas que tiene Japón, que comienza a tener problemas de refrigeración a causa de la devastación causada por el terremoto y en cuyo perímetro aumenta el nivel de radiación hasta cotas que no consideradas perjudiciales para la salud más allá de los 30 km y que, a fecha de hoy, todavía no ha causado una sola muerte. ¿Qué noticia, de estas dos, creen ustedes que saldrá en la portada de los periódicos de la mañana siguiente?, ¿cuál ocupará los diez primeros minutos del telediario de la noche?, ¿la destrucción masiva causada por un terremoto en la que es la tercera potencia económica mundial y que se ha llevado de golpe 15.000 vidas que el mar aún devuelve, al ritmo del oleaje, a sus costas?, ¿o la amenaza de un desastre nuclear que, incluso en el caso –ahora improbable- de consumarse, causaría decenas de muertos y algunos centenares de afectados? Para responder no se les ocurra plantearse qué noticia les parece realmente más relevante. Piensen en cambio como un publicista, o como un director de Hollywood. Piensen solamente qué quedará mejor gráficamente en la portada de su periódico o abriendo el telediario de las 9, ¿una catástrofe consumada sin otro culpable que la naturaleza, o una amenaza que -aún improbable- despierta el temor futurible de una hecatombe con forma de hongo y con un evidente culpable: la energía nuclear? Si no lo tienen claro, es que no han visto muchos telediarios últimamente. Y ahora aprovechemos todo este despliegue mediático, toda esta información sin sentido que confunde a la población, y hagámosle al ciudadano la pregunta del millón: “¿Energía nuclear, sí o no?”, o una pregunta aún más tonta e inoportuna “¿Es peligrosa la energía nuclear?”.

El colmo de este despropósito de los medios, de su colaboración ridícula en el mito y en la desinformación –y su apuesta por el espectáculo-, lo ponía de relieve hace muy poco la presentadora y editora de los telediarios de TVE, Pepa Bueno, cuando pocos días después de que la noticia de Fukushima saltara a los noticiarios de medio mundo, le preguntaba a la directora del Consejo de Seguridad Nuclear (CSN), Isabel Mellado, en pleno pico de audiencia del telediario de la noche: “Sra. Mellado, la central nuclear de Fukushima es prácticamente idéntica a la central de Garoña en España, ¿cree usted que en Garoña podría ocurrir algo semejante a lo que ha sucedido en la de Japón?” Afortunadamente para el futuro de su carrera profesional, la directora del CSN contuvo la carcajada que bullía en su interior y contestó muy amablemente que, efectivamente, las centrales de Fukushima y de Santa María de Garoña comparten diseño pero no comparten ni el terremoto ni el posterior tsunami, con lo que es “poco probable” que algo similar ocurra próximamente en Garoña, por mucho que se parezca a la central de Fukushima.

Y así, mientras yo contemplaba el telediario, abochornado de vergüenza por vivir en un mundo tan voluble, especulativo y desinformado, el coronel Gaddafi le daba gracias a Alá por el terremoto y el pánico nuclear desatado en Japón y que le había sacado, justo a tiempo, de la primera plana internacional. Como los noticiarios occidentales estaban más pendientes de Japón que de ninguna otra cuestión, cautivando a los votantes de las democracias occidentales con apocalípticas fantasías nucleares, los líderes de esas grandes democracias como Alemania, Inglaterra o Francia perdían el tiempo hablando de la congelación de planes nucleares, del cierre de centrales, de la revisión de la seguridad nuclear… y trataban en cambio más despacio, con menos urgencia, el tema de Libia y de una esperada resolución internacional para crear una zona de exclusión aérea. De esta forma, Gaddafi, en el trascurso de esa semana de pánico nuclear en las antípodas, envía sus tropas al este, hacia Bengasi, para hacer uso de una fuerza que la luces y taquígrafos de la comunidad internacional no le permitían ejercer tan sólo una semana antes. “Con un poco de suerte –debió pensar estos días el coronel, apoltronado en su Jaima - el país entero, y sobre todo el pretroleo del este, volverá a estar bajo mi control antes de que lo de Fukushima pierda fuerza y se vuelva aburrido para los veleidosos ciudadanos de occidente.” Y tiene razón, ¿no creen? Así está ocurriendo ahora: conforme pasan los días, la verdadera relevancia de este último incidente nuclear encuentra su lugar, se lo deja de comparar con Chernóbil (una comparación absurda para quien conozca mínimamente lo que ocurrió en aquella central nuclear soviética) y queda simplemente una huella, una nueva lacra, una letra escarlata que pesará sobre la energía nuclear y los futuros debates que hagamos sobre ella. Porque nunca se abre este debate mientras la energía nuclear proporciona electricidad y bienestar a millones de personas sin contaminar el medioambiente, sólo se enciende cuando un accidente o un posible accidente proyectan su sombra alargada sobre la población. Me pregunto por qué no dejamos todos de volar cuando un avión se estrella, ¿será que entendemos que los beneficios superan los riesgos, o sólo nos han convencido de que es así?.

Y ayer el Consejo de Seguridad de la ONU votó, un mes tarde, pero lo hizo, y hoy, de nuevo, a la vez que nos vamos aburriendo de oír hablar de un desastre nuclear en Japón que no se consuma, resulta más espectacular abrir el telediario con portaviones norteamericanos en las costas de Libia, con cazas europeos cruzando el Mediterráneo cargados con las ojivas de la democracia, cualquiera de las cuales causará los próximos días más muertes que las que traerá nunca cualquier escape de cualquier central nuclear del mundo.

No sé cómo lo verán ustedes pero a mí siempre se me escapa una sonrisa irónica cuando, aproximadamente una vez al mes, los telediarios muestran una lista o una gráfica circular con las mayores preocupaciones de los españoles en orden de importancia. A veces el primer lugar lo ocupa ETA, otras el terrorismo islámico o la huelga de controladores, a veces es el paro, o la economía, pero siempre, siempre, la lista es un fiel reflejo de las noticias que el propio telediario ha publicado durante el mes anterior. ¡Qué sondeo tan absurdo, ¿verdad?!: las mayores preocupaciones de los españoles son, por supuesto, las que encabezan los telediarios y los periódicos en este país. Ellos, los medios “informativos”, crean nuestras preocupaciones, nos cuentan lo que ocurre en el mundo pero, sobre todo, nos dicen qué es preocupante y que no.

Sí, -creo que en realidad el coronel Gaddafi tiene razón- los seres humanos, al menos los de mi tiempo y generación, somos veleidosos, caprichosos, inconstantes. Creemos que tener mucha información supone estar bien informado; vemos y leemos pero no participamos, sólo observamos. Sobrevivimos a diario en junglas de asfalto y en cambio menospreciamos nuestro propio poder, el poder de analizar, de comparar y razonar, el poder de votar, el de elegir a nuestros líderes, el de retirarles la confianza cuando nos fallan o tratan de manipularnos. Tenemos todos tantas cosas en las que pensar cada día, y tan poco tiempo para hacerlo: nuestra familia, nuestro trabajo, nuestros deseos, nuestra hipoteca…, pero también debemos ser conscientes de que formamos parte de algo más grande: cada uno de nosotros ocupa un lugar, pequeño pero sólido, en el conjunto de la humanidad, como los granos de arena que conforman una playa, y si como las olas del mar no empujamos y luchamos, si no opinamos y creamos opinión, todo lo anterior, todo nuestro pequeño mundo de preocupaciones cotidianas, no tendrán más peso ni mayor importancia que el tiempo ridículo que ocupan nuestras vidas en la historia de este planeta.


Desde Japón: http://www.nipobloc.com/2011/03/carta-abierta-los-medios-espanoles.html

Otras opiniones: http://www.desdeelexilio.com/2011/03/18/sayonara/

Otros artículos: http://www.rtve.es/noticias/20110318/chernobil-fukushima-comparaciones-odiosas/417804.shtml


domingo, 6 de marzo de 2011

Energía nuclear, ¿un futuro limpio o una pesadilla radioactiva?



James Lovelock es un meteorólogo, ambientalista y químico atmosférico inglés, premio Nobel en 1995 y todo un octogenario ya, que fue el primero en detectar y advertir de la presencia de CFCs (clorofluorocarbonos) en la atmósfera y prevenirnos sobre su letal contribución a la rápida destrucción de la capa de ozono. Gracias a él y a su invento, el detector de captura de electrones, quedó demostrado el peligro que corríamos, con lo que la pujante industria de los años 70 se vio obligada a reducir drásticamente en sus procesos de elaboración el uso de estos devastadores componentes químicos.

Este científico de nombre tan poético, que trabajó activamente para la NASA en los mejores años de esta agencia y que ha investigado para las más prestigiosas universidades, como Harvard o Yale, es hoy sobre todo conocido por la formulación de una hipótesis valiente -y en su momento- descabellada, la teoría según la cual la vida no se ha limitado a adaptarse a unas condiciones físicas determinadas, existentes en nuestro planeta, sino que ha producido las condiciones más favorables para perpetuarse a sí misma, modificando la química de la atmósfera, la temperatura de la superficie, la salinidad de los mares. Es decir -según esta hipótesis- desde que la vida surgió en la Tierra, fue la propia vida la encargada de controlar un sistema que de otra forma hubiera evolucionado, como ocurrió en otros planetas que antaño se parecieron tanto al nuestro (Marte o Venus), hacia un estado de equilibrio y máxima entropía, en lugar del mantenerse en el frágil y dinámico desequilibrio actual. Y por tanto, no es que nuestro planeta tenga justamente las condiciones adecuadas para acoger la vida, -esa extraña y milagrosa casualidad que parece mentira sólo se haya dado en este tercer planeta a 8 minutos luz del Sol- sino que ha sido la biosfera la responsable de crear, a lo largo de millones de años, el maravilloso ecosistema repleto de biodiversidad que contemplamos hoy. Es la vida la que ha diseñado al planeta y no al revés. La Tierra –pensó Lovelock- es un sistema autorregulable, autoajustable, como un ser vivo, un superorganismo que nace y evoluciona en una escala de tiempo geológica para procurarse a sí misma las mejores posibilidades de supervivencia.

Cuando Lovelock trabajaba en esta idea, se la comentó a otro premio Nobel británico, esta vez de literatura, William Golding, el ya fallecido autor de “El señor de las moscas”, y éste le sugirió que llamara a su hipótesis como la diosa griega que representaba a la madre Tierra. Desde entonces, la hipótesis lleva ese nombre tan primitivo y colosal: Gaia.

Pues bien, todo esto me lleva al libro que estoy leyendo actualmente, que no es de Lovelock, sino de Eduard Punset, ese anciano desmelenado de hablar lento y pausado que una vez jugó a la política (durante La Transición y los años 80) y que hoy dirige el programa de divulgación científica más visto y seguido por los televidentes españoles desde “El hombre y la Tierra”, del difunto Felix Rodríguez De la Fuente. Y en este libro, Punset, que tiene el privilegio único de conocer a las más altas personalidades del mundo científico y cultural actual, entrevista a James Lovelock y le pregunta no sólo por su famosa hipótesis Gaia sino también por su opinión respecto al cambio climático y su futura –si aún posible- solución. La respuesta de Lovelock es contundente: el cambio climático es una realidad, una perturbación que los hombres hemos introducido en sólo 150 años contra un sistema acostumbrado a cambios lentos que duran cientos de miles de años. Y entonces Lovelock –se percibe en la entrevista- se torna sombrío y apocalíptico para explicar que esa perturbación, esa bestia que hemos liberado, se llama dióxido de carbono, y nuestra única oportunidad de volver a encerrarla, - o de dejar que devore cuanto quiera hasta saciarse y volver a su guarida- es entrar de lleno en la única energía limpia de emisiones nocivas y que sea a la vez capaz de abastecer las necesidades de una población mundial ingente y todavía creciente: ¡la energía nuclear!.

Contra lo que muchos hubieran podido esperar de este “viejo verde”, ecologista hasta la médula con su hipótesis Gaia y su capa de ozono, Lovelock aboga –en los que probablemente son los últimos años de su vida- por la utilización masiva de la energía nuclear para detener la mayor amenaza que se cierne ahora sobre nosotros, la del dióxido de carbono como gas de efecto invernadero y el calentamiento a ritmo creciente que éste produce en el planeta. La pregunta siguiente de Punset es evidente: “¿Energía nuclear?, ¿y qué hay de los desechos nucleares, de su residuo radioactivo?”. Pero Lovelock, por supuesto, lo tiene claro. Su perspectiva, quizá a causa de su edad y su experiencia, es más global y amplia que la que promueven los ecologistas tradicionales, va más allá, se preocupa no sólo de las consecuencias sobre los seres humanos sino sobre todo el medioambiente, y responde: “La energía nuclear es buena: es la única fuente de energía que no daña la atmósfera. No provoca daños. Sólo supone una amenaza para las personas, pero no para la Tierra. Sólo pensamos en la humanidad. Cuando empecemos a pensar en la Tierra como en un lugar vivo, constataremos que no se puede pensar sólo en la humanidad. Vivimos en un siglo en el que los derechos humanos han estado en el centro de todas las preocupaciones. Seguimos creyendo que lo más importante es beneficiar a la humanidad. Yo digo que se trata de un planteamiento erróneo: primero deberíamos preocuparnos de la Tierra porque dependemos totalmente de ella. Y si no lo hacemos, toda la humanidad sufrirá.

Lo que Lovelock está intentando decirnos, le escuchemos o no, es que la energía nuclear no es, como nos han hecho creer desde todos los frentes, una opción de terribles consecuencias para el planeta -que puede en realidad asumir perfectamente los residuos generados y mantener toda su biodiversidad intacta-, es un problema sólo para la humanidad, pero mucho menor de lo que es ya -y aún puede llegar a ser- el cambio climático. De nuevo, Lovelock,… James Lovelock :-), lo explica de forma vehemente en una traducción que me permito hacer de sus palabras en inglés:

Un periodista de la televisión me preguntó en una ocasión: ‘Pero ¿qué hay de los residuos nucleares?, ¿es que no envenenarán toda la biosfera y persistirán durante millones de años?’ Yo sabía que esto era sólo una invención, una fantástica y apocalíptica pesadilla sin absolutamente ninguna sustancia en el mundo real… Una de las cosas que llaman la atención de aquellos lugares fuertemente contaminados por núcleos radioactivos es la tremenda riqueza de su vida natural. Esto es cierto en los terrenos en torno a Chernobyl, en la zona de pruebas de armamento nuclear del Pacífico o en las áreas cercanas a la que fue planta de fabricación de bombas nucleares, en Savannah River, durante la Segunda Guerra Mundial. Los animales y las plantas salvajes no perciben la radiactividad como peligrosa, y cualquier ligera reducción en la duración de sus vidas es un problema mucho menor para ellos que la presencia de los seres humanos y sus mascotas. Me pareció tan triste, aunque supongo que completamente humano, que halla vastas burocracias preocupadas por los residuos nucleares, gigantescas organizaciones dedicadas al cierre de centrales nucleares, y nada comparable en cambio que considere el que es verdaderamente el residuo más maligno con diferencia, el dióxido de carbono.

Cualquier día Lovelock desaparecerá de nuestras vidas, sus partículas volverán a integrarse en Gaia y serán fuente de nueva vida, pero sus palabras debemos tenerlas muy en cuenta los que sigamos pisando este planeta, porque nuestra supervivencia y la de nuestros futuros hijos dependen de ellas. Formamos parte de un ecosistema del que dependemos completamente a pesar de que tengamos tan poderosa influencia sobre él. Como se suele decir, un gran poder conlleva una gran responsabilidad. Y debemos empezar por exigir a nuestros gobiernos un análisis riguroso de la situación energética, completamente independiente de la influencia de aquellos poderes que obtienen actualmente todo su riqueza del uso masivo de combustibles fósiles y que desean que exprimamos al máximo su oro negro para seguir enriqueciéndose en el corto intervalo de sus vidas. Debemos dejarnos de medidas de corto, cortísimo alcance, como la reducción de la velocidad máxima en autopistas o la instalación de bombillas de bajo consumo en administraciones públicas, y reclamar a nuestros gobiernos un cambio de rumbo, claro y sostenido, que solucione de manera eficaz el mayor problema que tenemos en la actualidad,. Y ahí es donde entra esa energía limpia y tantas veces denostada, la energía nuclear de fisión, limpia y accesible desde hace 60 años, la que debe permitirnos seguir avanzando al fantástico ritmo actual hacia ese otro conocimiento, el de la energía nuclear de fusión, la energía más primaria, la energía perfecta, la de las estrellas, que solucionará a la vez los problemas de abastecimiento y los de la contaminación humana de este planeta, el único planeta que tenemos, el único lugar, frágil y finito, donde la humanidad puede residir: la Tierra, la diosa Gaia.