sábado, 20 de noviembre de 2010

¿Cantos de sirena?




No sé si con la edad me he vuelto crédulo, si es que he perdido mi habitual escepticismo científico frente al arte de la política, en el que nunca he creído, que siempre he desdeñado, pero lo cierto es que he estado siguiendo y escuchando últimamente los discursos de Albert Rivera, candidato del partido Ciutadans/Ciudadanos, que cambia con facilidad pasmosa de lengua catalana a castellana, a veces sin que tú mismo te des ni cuenta, demostrando el bilingüismo existente en la calle y exponiéndolo frente a la actitud, a menudo cerrada e intolerante, del parlamento catalán. Y al hacerlo, al escuchar lo que Albert Rivera tiene que decir, no sé si estoy, como Ulises, acercando mi nave al desastre, a la decepción que ha sido siempre todo el regalo que me ha hecho la política, así que por si acaso permanezco amarrado al mástil, escuchando esa voz y esos cantos de sirena que me llaman con una frase que, desde siempre, ha estado en mi ideario: “Los derechos no son de los territorios sino de los ciudadanos”.

Otra cosa pudiera ser que esta frase de corte humanista, que siempre he portado orgulloso en el pecho (ver post anterior “Entonces y ahora, mi idea de los nacionalismos”), no signifique lo mismo para mí que para el Sr. Rivera, razón por la cual –y considerando imposible un hipotético encuentro para charlar y tomar un café- continúo escuchando y atendiendo a su campaña, a sus entrevistas y sus discursos.

Hasta ahora son muchos los puntos en los que coincido, incluso personalmente, con este candidato. También yo -por ejemplo- he discutido con muchos amigos y familiares, defendiendo a Cataluña ante actitudes cerriles y obcecadas, y desde que me vine a vivir a Cataluña, hace ya tres años, me he sentido –tal y como decía él mismo en la entrevista de ayer en El Periódico- “como un bombero apagando incendios provocados por los intransigentes de aquí y de allí.” Por supuesto hay otras cosas en las que no estoy de acuerdo con Ciutadans, por ejemplo esa exagerada defensa que hace de la constitución española, como si ésta fuera inmutable y no francamente mejorable, pero de nuevo considero, como Albert Rivera, que la ocupación de los políticos debe ser la de gestionar el patrimonio e impuestos de los ciudadanos, la de garantizar sus libertades, y no la de crear naciones dentro de otras naciones, y que es mucho más lógica y positiva la convergencia de los estados hacia un mundo globalizado de ciudadanos libres (España hacia Europa y Europa hacia el mundo, conservando cada pueblo su identidad histórica y cultural, por supuesto) que esta tendencia de los políticos nacionalistas a hablar de derechos históricos y territoriales, de crear fronteras que no existen y diferencias entre ciudadanos y vecinos que luego de escuchar sus discursos separatistas se mezclan sin problemas en el crisol de lenguas y culturas que es nuestro planeta hoy.

Las diferencias que Cataluña pueda tener respecto al resto de España o del planeta Tierra son loables y dignas de conservar, pero también nimias en comparación con los derechos fundamentales del hombre y su libertad individual. Por eso estoy a favor de una discriminación positiva del catalán que le ayude a mantenerse vivo frente a la pujanza del castellano en el mundo actual y en Cataluña en particular, pero nunca hasta el punto de tener que prohibir, limitar o coartar el uso del castellano porque, de nuevo, las lenguas no tienen derechos, son los ciudadanos quienes los tienen –y eso es lo que un político o gobernante, de cualquier lugar, ha de garantizar. Se gobierna sobre territorios –no hay otra forma- pero se gobierna para ciudadanos, que vienen de aquí o de allá, que se mueven buscando trabajo, una pareja o su propia felicidad y que quieren poder hacer todo ello en libertad, con o sin bandera, con o sin orgullo nacional.

Vivo y trabajo en Cataluña, y ya no creo estar de paso, quiero quedarme y formar mi familia aquí, en la ribera del Mediterráneo, cerca del mar azul de Serrat, en el que deseo sumergirme cada verano, aunque aún conserve el polvo seco de la meseta y mi nombre castellano, y espero que mis futuros hijos puedan crecer sin idolatrar otra bandera ni otro color que el verde de los pinos y el amarillo de la genista. ¿Será posible que haya encontrado un político que piense igual ?, ¿o son sólo cantos de sirena?.


Dejo aquí el link a un video de campaña de Ciutadans:

Y otro de una entevista de TV3 a Albert Rivera, que lamentablemente no entenderá quien no sepa catalán, pero que merece la pena a pesar de las preguntas capciosas del entrevistador:

sábado, 13 de noviembre de 2010

Entonces y ahora, mi idea de los nacionalismos

Espero no incurrir en la autocomplacencia pero al leer hace unos días un viejo artículo que publiqué en la revista de la facultad, allá por el año 97 o 98, me he dado cuenta de que, aunque mis palabras de entonces iban destinadas a socavar la autoridad del estado y la patria española, las mismas palabras, sin cambiarlas un ápice, son igualmente válidas y aplicables a los nacionalismos catalanes que observo en esta sociedad en la que vivo ahora. Por eso las reedito casi quince años después, porque cuando oigo hablar de nacionalismos o de identidades nacionales -y ahora, en vísperas de elecciones, es continuamente- me entran ganas de pedirles a mis vecinos que, independientemente de la lengua que hablen, reflexionen sobre si son realmente las banderas, las enseñas y símbolos locales lo que se encuentra en el centro de sus vidas, o si consideran que es el hombre, con toda su humanidad, que no entiende de fronteras como demuestra la literatura universal, lo que debe imperar. Así que ahí va:


Ya no quiero hacer la mili

H

e creído siempre lejano el día en que tendría que partir para la mili. El servicio militar era para mi algo tan fácil de esquivar como pedir un excedente académico y solicitar una nueva prórroga año tras año, y quizás por ello no le he prestado jamás a este asunto la atención que merecía, parapetado y escudado en la distancia que me separaba de una amenaza gubernamental que nunca sabía del todo si se cumpliría. Es curioso pero no llegué nunca a pedirle al ejército que me incluyera como objetor en su lista, o que como insumiso me tachara directamente de ella, y de aquel día caluroso de finales de junio en que fui al cuartelillo de Atocha a presentar mi primera prórroga no recuerdo sino un cierto sentimiento de vergüenza, mientras esperaba con mis papeles en la fila, como si estuviera tratando de evadir un deber o una obligación, evitando con argucias y sofismas lo que debiera haber sido un honor. Es curioso, digo, porque me miro ahora, me comparo con el que era entonces, y no me reconozco.

S

iempre me ha gustado leer pero no siempre he leído las mismas cosas. A los quince años, por ejemplo, me pasaba las horas absorto en las novelas de Tom Clancy, prolijo escritor de obras donde hombres corrientes, ciudadanos hacendosos, casados, con hijos, sacrificaban sus vidas por la causa de su país y morían lacerados por las balas mientras asían con fuerza el asta de una bandera. Leía aquellas historias y, tal y como sólo puede hacerse en la adolescencia, las vivía: decoraba con aviones de guerra las paredes de mi cuarto, me sabía todos los modelos, la panoplia completa de cada ejército, quería ser piloto militar, volar bajo fuego antiaéreo.

Más o menos por aquel entonces le contaba yo a mi tío, paseando una noche de verano por las calles de Santander, el argumento de una de aquellas novelas heroicas que tanto gozo me causaban y, ante su visible falta de entusiasmo, le pregunté cómo se sentiría si un país extranjero, Francia por ejemplo, nos invadiese al amanecer. Él se encogió de hombros y arguyó: “Bueno, si los franceses nos gobernaran mejor . . .”. Todavía recuerdo la enorme decepción que sentí, especialmente porque venía de alguien a quien yo veneraba tanto.

Con el tiempo me cansé de leer a Tom Clancy, sus historias aún me gustaban pero yo ya había empezado a escribir y necesitaba lecturas más literarias, mejor narradas. Me marché un curso completo a los Estados Unidos, a estudiar el C.O.U., y entre otras cosas aprendí lo que es un país lleno de si mismo, de su pequeña historia y su reciente y cambiante bandera. Me enamoré de aquel modo de vida, de sus mujeres, de sus paisajes rurales, pero advertí en sus ciudadanos una prepotencia casi congénita, basada sobre todo en la ignorancia de otras culturas ajenas a la suya. Cuando, terminado el C.O.U., me fui de allí, dos agentes del FBI visitaron a la familia que me había hospedado aquel año porque no entendían que mi nombre apareciera entre los jóvenes graduados americanos de la promoción del 93 pero no estuviera, en cambio, en la lista de personas hábiles para ser llamadas por el país en caso de conflicto bélico. Según me contó luego mi familia americana, los agentes no montaron ningún tinglado, no derribaron puertas ni entraron a la carrera atravesando una espesa humareda blanca, apenas si fueron más allá de la simple curiosidad, de la ociosidad de unas preguntas tontas: no habían comprobado de antemano mi nacionalidad extranjera, que naturalmente me excusaba de alistarme en su ejército, pero tampoco dudaron en presentarse bien trajeados frente a la puerta de la que durante un año fue también mi casa, alertados por la posible existencia de un americano que no fuera un patriota.

A mi regreso a España ingresé en la facultad de Física y aprendí por qué el cielo es azul de día, rojizo al alba y oscuro de noche. De Estados Unidos, aparte de un sin fin de experiencias notables, me había traído algunos libros, entre ellos, curiosamente, un ejemplar en inglés de Tom Clancy que todavía hoy espera en la polvorienta estantería de mi cuarto a que lo lea. Y aunque yo no era consciente entonces, me traje también un gusto por la literatura americana que me fue suavemente inoculado por Mrs.Bennington, la que había sido mi profesora de literatura inglesa. Y en el transcurso de los años siguientes leí a algunos autores norteamericanos, Faulkner, Hemingway, Bradbury, Henry James o Nabokov, . . ., pero también a autores europeos, clásicos mundiales, Shakespeare, Goethe, Proust, y comprendí que igual daba la nacionalidad o el color de su bandera, todos escribían sobre los mismos sentimientos, amor, ira, venganza, melancolía, . . . y sólo la ambientación o la época eran distintas, por debajo de una constante sencillamente humana, no nacional, intemporal. Luego supe que a eso, precisamente, se le llama literatura.

Hoy, más que nunca, me siento ciudadano del mundo, criatura humana y no simplemente español. Me siento ligado a las costumbres de mi pueblo, a la lejana reconquista de la península, al calor de la meseta, a las procesiones de Semana Santa, pero también me siento unido y vinculado a los árabes que expulsamos y que nombraron la mayoría de las estrellas que refulgen sobre nuestras cabezas, a los pueblos nórdicos y su espíritu indómito o a aquellos indios americanos que después de viajar tres días guiando a las expediciones europeas necesitaban descansar otros tres para que, según decían, sus almas rezagadas pudieran alcanzarlos y fusionarse de nuevo con sus cuerpos.

A

hora el plazo perentorio se agota, la última de mis prórrogas para acudir al servicio militar expira y muy pronto acudiré al cuartel para pedir lo que hace sólo unos años, aquella noche estival en Santander, no se me hubiera ocurrido: la objeción, no la académica o la solicitada por motivos de interés personal, sino la verdaderamente moral, la más coherente, la objeción de conciencia.

En la mirada de parientes lejanos del sur que recalan en casa para cenar noto que reconocen en mí lo que ellos creen que es miedo o cobardía. Refiriéndose al servicio militar, me hablan con orgullo de largas caminatas, de ampollas en los pies y noches al raso, y tal vez piensan que no les entiendo porque no estaban allí aquella mañana de finales de junio, pocos días después de haber solicitado una de mis primeras prórrogas, cuando unos cuantos amigos nos reunimos muy temprano frente a la puerta principal de la facultad, nos hicimos unas fotos bajo las oxidadas letras de hierro clavadas al dintel de piedra y luego, cargados con nuestras mochilas, comenzamos a caminar hacia al norte. Llegamos a Segovia tres días después. No fue una aventura, fue más bien una odisea, un viaje iniciático como los narrados por Faulker y que yo entonces aún no había leído. No dormíamos al raso sino bajo las estrellas, no caminábamos para hacer kilómetros sino para ganar el horizonte, las montañas distantes, y más allá. Y lo hice en compañía de amigos a quienes apreciaba y respetaba, con los que anduve tres días en completa libertad por el simple deseo de hacerlo, de alcanzar aquella meta propuesta por nuestra juvenil fanfarronería. Seguiré oyendo durante mucho tiempo que en la mili se hace uno un hombre, pero yo sé que la experiencia del servicio militar, que sin duda fue grande y emocionante para los varones de mi familia, que les llevó a ellos a salir de sus pueblos o ciudades natales y les permitió conocer gentes que no tenían su mismo acento, se me quedará pequeña a mí que he hablado a mi corta edad una lengua tan distinta a la mía y vivido en tierras tan lejanas que el hombre a este lado del océano tardó miles de años en descubrirlas.

Mi tío tenía razón. La vida de un francés es para mí tan valiosa como la de un español y ninguna de las dos lo es tanto como la de mi hermana o la de mi mejor amigo. Soy hijo del mundo más que hijo de España, soy expósito de cualquier nación y aborrezco de todas ellas por la misma razón que admiro los cien años de soledad de García Márquez, me estremezco con las crónicas de Bradbury, o sufro con la iniquidad pueril de Lolita.

No, claro que no, ya no quiero hacer la mili, hace tiempo que he dejado de creer en las naciones para creer sólo en los hombres.