viernes, 30 de julio de 2010

Bañarse desnudo


Hoy viernes era mi último día de vacaciones pero esta noche cayeron chubascos por todo el Baix Llobregat y la mañana amaneció nublada, arruinando mis planes de ir a la playa. Mi mujer ya se había ido a trabajar y desayuné con desgana, mirado el cielo incierto.

Después de pensarlo, sin embargo, y habiendo sacado ya la bici del garaje, decidí tomar el camino que lleva al mar, con la esperanza de que el día mejorara. Después de pasear arriba y abajo por el paseo marítimo de Gavà, de entretenerme observando los chalets de los más afortunados y de casi atropellar al caniche de uno de ellos, me detuve junto a un tramo de playa que parecía desierta, yerma en la distancia amplia que cubría la arena desde una duna oculta, perfecta para abandonar la bici, y la orilla del mar. Sólo la torre del vigía de la Cruz Roja, a una prudencial distancia, perturbaba aquella soledad.

Dejé la bici echada sobre las hierbas silvestres que crecían a sotavento de la duna elegida y me acerqué con paso torpe hasta la orilla. El agua estaba brava y un fino velo de nubes dejaba pasar a medias el sol, creando extraños juegos de luces y sombras sobre la mar agitada. No había allí nadie más. En la torre, el vigía parecía dormitar bajo la bandera amarilla que se agitaba como un trapo al viento.

Como un pensamiento de lo más natural, se me ocurrió de pronto que podría desnudarme allí mismo y entrar en el agua sin más. No se me entienda mal: ni soy un pervertido (aunque me gustaría saber lo que eso significa para tí, lector) ni un tímido exhibicionista. En lo que se refiere al desnudo integral en la playa, lo cierto es que, salvo contadas excepciones que todos mis congéneres podrán imaginar, no disfruto viendo a otras personas desnudas al sol. En realidad me causa rubor, me incomoda y a veces hasta me desagrada, por lo que puedo perfectamente comprender que otros tampoco deseen verme a mí tal y como mi madre me trajo al mundo.

Sin embargo, allí no había nadie. Tal vez el vigía no dormía realmente, tal vez un paseante eligiera aquel momento para acercarse a la orilla o tal vez una mucama hacía la cama de su amo en alguno de aquellos enormes chalets, al otro lado del paseo, y decidiera asomarse, indiscreta, a la ventana... pero lo cierto es que ninguna de esas cosas me parecía lo suficientemente cercana como para cohibirme o incomodarme. Así que, en un gesto rápido, me libré del bañador y lo lancé junto a las deportivas y la mochila que yacían ya en la arena.

Andando descalzo, desnudo, despacio, entré en el agua y me zambullí de un salto para sentir sobre mi cuerpo, sobre todo mi cuerpo, el agua fría y agitada, el baño de las aguas primordiales, primigenias, el liquido salado en el que florecieron las primeras células, millones de años atrás, allí, flotando como ahora lo hacía yo. Nadé libre, me sumergí, buceé como un pez y me zambullí una y otra vez, exultante, excitado por la falta de resistencia del bañador, la suavidad con que el agua se deslizaba sobre la piel.

Cuando por fin salí del agua, el sol había vuelto a brillar, las nubes se habían evaporado y yo me tumbé exhausto sobre la arena cálida, dejando que el tiempo y el viento secaran las gotas saladas, excepto las de mis labios, que bebí encantado.

No, supongo que no podría ni querría hacer lo mismo en una playa atestada de gente pero ¡dios!, de verdad te lo digo, lector, ¡no dejes de buscar tu playa privada!, tu solitaria ensenada, ese lugar en el que entrar en contacto íntimo con el mundo que te rodea.

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