sábado, 12 de junio de 2010

Cuando uno no sabe dónde va a despertar



Cuando uno no sabe dónde va a despertar, contiene el aliento antes de abrir los ojos. Cuando uno es consciente de que el sueño ha quedado atrás, de que hay luz diurna y una ventana y quizás alguien más allí fuera, un segundo de maravillosa incertidumbre, de temor y a la vez de urgente curiosidad, se apodera de cada músculo, cada órgano y cada célula que ahora despiertan, que vuelven a la vida.

Son ocasiones en que el acto sencillo de abrir los ojos, de descubrir primero el techo, luego las paredes y el color, la luz o los muebles de la habitación, se asemejan más seguramente al paroxismo del nacimiento, a nuestra primera llegada a este mundo, que al simple final de una noche durmiendo. No es frecuente, y requiere generalmente haber viajado y dormido en pocos días en distintas camas, en distintas habitaciones, el milagro que propicia que la memoria pierda el rumbo una buena mañana y nos regale ese momento de descubrimiento, de revelación, de renacimiento.

Porque el lugar dónde nos encontramos al despertar tiene mucho que ver con quienes somos, porque no llegamos a conocer nuestra identidad hasta que nos ubicamos cada mañana en el espacio y en el tiempo, y porque ese instante, cuando cedo a la curiosidad, cuando separo la cortina rosada de mis párpados y descubro dónde estoy, contiene destilada toda la esencia del zumo de esta vida: el sueño, la conciencia; el miedo, la pregunta; el coraje, la aventura; el descubrimiento, la sorpresa. Todo ello flotando en un mar de rutina, de madrugadas limpias y despertares calmos en los que no cabe duda de quienes somos o dónde estamos.

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