sábado, 20 de noviembre de 2010

¿Cantos de sirena?




No sé si con la edad me he vuelto crédulo, si es que he perdido mi habitual escepticismo científico frente al arte de la política, en el que nunca he creído, que siempre he desdeñado, pero lo cierto es que he estado siguiendo y escuchando últimamente los discursos de Albert Rivera, candidato del partido Ciutadans/Ciudadanos, que cambia con facilidad pasmosa de lengua catalana a castellana, a veces sin que tú mismo te des ni cuenta, demostrando el bilingüismo existente en la calle y exponiéndolo frente a la actitud, a menudo cerrada e intolerante, del parlamento catalán. Y al hacerlo, al escuchar lo que Albert Rivera tiene que decir, no sé si estoy, como Ulises, acercando mi nave al desastre, a la decepción que ha sido siempre todo el regalo que me ha hecho la política, así que por si acaso permanezco amarrado al mástil, escuchando esa voz y esos cantos de sirena que me llaman con una frase que, desde siempre, ha estado en mi ideario: “Los derechos no son de los territorios sino de los ciudadanos”.

Otra cosa pudiera ser que esta frase de corte humanista, que siempre he portado orgulloso en el pecho (ver post anterior “Entonces y ahora, mi idea de los nacionalismos”), no signifique lo mismo para mí que para el Sr. Rivera, razón por la cual –y considerando imposible un hipotético encuentro para charlar y tomar un café- continúo escuchando y atendiendo a su campaña, a sus entrevistas y sus discursos.

Hasta ahora son muchos los puntos en los que coincido, incluso personalmente, con este candidato. También yo -por ejemplo- he discutido con muchos amigos y familiares, defendiendo a Cataluña ante actitudes cerriles y obcecadas, y desde que me vine a vivir a Cataluña, hace ya tres años, me he sentido –tal y como decía él mismo en la entrevista de ayer en El Periódico- “como un bombero apagando incendios provocados por los intransigentes de aquí y de allí.” Por supuesto hay otras cosas en las que no estoy de acuerdo con Ciutadans, por ejemplo esa exagerada defensa que hace de la constitución española, como si ésta fuera inmutable y no francamente mejorable, pero de nuevo considero, como Albert Rivera, que la ocupación de los políticos debe ser la de gestionar el patrimonio e impuestos de los ciudadanos, la de garantizar sus libertades, y no la de crear naciones dentro de otras naciones, y que es mucho más lógica y positiva la convergencia de los estados hacia un mundo globalizado de ciudadanos libres (España hacia Europa y Europa hacia el mundo, conservando cada pueblo su identidad histórica y cultural, por supuesto) que esta tendencia de los políticos nacionalistas a hablar de derechos históricos y territoriales, de crear fronteras que no existen y diferencias entre ciudadanos y vecinos que luego de escuchar sus discursos separatistas se mezclan sin problemas en el crisol de lenguas y culturas que es nuestro planeta hoy.

Las diferencias que Cataluña pueda tener respecto al resto de España o del planeta Tierra son loables y dignas de conservar, pero también nimias en comparación con los derechos fundamentales del hombre y su libertad individual. Por eso estoy a favor de una discriminación positiva del catalán que le ayude a mantenerse vivo frente a la pujanza del castellano en el mundo actual y en Cataluña en particular, pero nunca hasta el punto de tener que prohibir, limitar o coartar el uso del castellano porque, de nuevo, las lenguas no tienen derechos, son los ciudadanos quienes los tienen –y eso es lo que un político o gobernante, de cualquier lugar, ha de garantizar. Se gobierna sobre territorios –no hay otra forma- pero se gobierna para ciudadanos, que vienen de aquí o de allá, que se mueven buscando trabajo, una pareja o su propia felicidad y que quieren poder hacer todo ello en libertad, con o sin bandera, con o sin orgullo nacional.

Vivo y trabajo en Cataluña, y ya no creo estar de paso, quiero quedarme y formar mi familia aquí, en la ribera del Mediterráneo, cerca del mar azul de Serrat, en el que deseo sumergirme cada verano, aunque aún conserve el polvo seco de la meseta y mi nombre castellano, y espero que mis futuros hijos puedan crecer sin idolatrar otra bandera ni otro color que el verde de los pinos y el amarillo de la genista. ¿Será posible que haya encontrado un político que piense igual ?, ¿o son sólo cantos de sirena?.


Dejo aquí el link a un video de campaña de Ciutadans:

Y otro de una entevista de TV3 a Albert Rivera, que lamentablemente no entenderá quien no sepa catalán, pero que merece la pena a pesar de las preguntas capciosas del entrevistador:

sábado, 13 de noviembre de 2010

Entonces y ahora, mi idea de los nacionalismos

Espero no incurrir en la autocomplacencia pero al leer hace unos días un viejo artículo que publiqué en la revista de la facultad, allá por el año 97 o 98, me he dado cuenta de que, aunque mis palabras de entonces iban destinadas a socavar la autoridad del estado y la patria española, las mismas palabras, sin cambiarlas un ápice, son igualmente válidas y aplicables a los nacionalismos catalanes que observo en esta sociedad en la que vivo ahora. Por eso las reedito casi quince años después, porque cuando oigo hablar de nacionalismos o de identidades nacionales -y ahora, en vísperas de elecciones, es continuamente- me entran ganas de pedirles a mis vecinos que, independientemente de la lengua que hablen, reflexionen sobre si son realmente las banderas, las enseñas y símbolos locales lo que se encuentra en el centro de sus vidas, o si consideran que es el hombre, con toda su humanidad, que no entiende de fronteras como demuestra la literatura universal, lo que debe imperar. Así que ahí va:


Ya no quiero hacer la mili

H

e creído siempre lejano el día en que tendría que partir para la mili. El servicio militar era para mi algo tan fácil de esquivar como pedir un excedente académico y solicitar una nueva prórroga año tras año, y quizás por ello no le he prestado jamás a este asunto la atención que merecía, parapetado y escudado en la distancia que me separaba de una amenaza gubernamental que nunca sabía del todo si se cumpliría. Es curioso pero no llegué nunca a pedirle al ejército que me incluyera como objetor en su lista, o que como insumiso me tachara directamente de ella, y de aquel día caluroso de finales de junio en que fui al cuartelillo de Atocha a presentar mi primera prórroga no recuerdo sino un cierto sentimiento de vergüenza, mientras esperaba con mis papeles en la fila, como si estuviera tratando de evadir un deber o una obligación, evitando con argucias y sofismas lo que debiera haber sido un honor. Es curioso, digo, porque me miro ahora, me comparo con el que era entonces, y no me reconozco.

S

iempre me ha gustado leer pero no siempre he leído las mismas cosas. A los quince años, por ejemplo, me pasaba las horas absorto en las novelas de Tom Clancy, prolijo escritor de obras donde hombres corrientes, ciudadanos hacendosos, casados, con hijos, sacrificaban sus vidas por la causa de su país y morían lacerados por las balas mientras asían con fuerza el asta de una bandera. Leía aquellas historias y, tal y como sólo puede hacerse en la adolescencia, las vivía: decoraba con aviones de guerra las paredes de mi cuarto, me sabía todos los modelos, la panoplia completa de cada ejército, quería ser piloto militar, volar bajo fuego antiaéreo.

Más o menos por aquel entonces le contaba yo a mi tío, paseando una noche de verano por las calles de Santander, el argumento de una de aquellas novelas heroicas que tanto gozo me causaban y, ante su visible falta de entusiasmo, le pregunté cómo se sentiría si un país extranjero, Francia por ejemplo, nos invadiese al amanecer. Él se encogió de hombros y arguyó: “Bueno, si los franceses nos gobernaran mejor . . .”. Todavía recuerdo la enorme decepción que sentí, especialmente porque venía de alguien a quien yo veneraba tanto.

Con el tiempo me cansé de leer a Tom Clancy, sus historias aún me gustaban pero yo ya había empezado a escribir y necesitaba lecturas más literarias, mejor narradas. Me marché un curso completo a los Estados Unidos, a estudiar el C.O.U., y entre otras cosas aprendí lo que es un país lleno de si mismo, de su pequeña historia y su reciente y cambiante bandera. Me enamoré de aquel modo de vida, de sus mujeres, de sus paisajes rurales, pero advertí en sus ciudadanos una prepotencia casi congénita, basada sobre todo en la ignorancia de otras culturas ajenas a la suya. Cuando, terminado el C.O.U., me fui de allí, dos agentes del FBI visitaron a la familia que me había hospedado aquel año porque no entendían que mi nombre apareciera entre los jóvenes graduados americanos de la promoción del 93 pero no estuviera, en cambio, en la lista de personas hábiles para ser llamadas por el país en caso de conflicto bélico. Según me contó luego mi familia americana, los agentes no montaron ningún tinglado, no derribaron puertas ni entraron a la carrera atravesando una espesa humareda blanca, apenas si fueron más allá de la simple curiosidad, de la ociosidad de unas preguntas tontas: no habían comprobado de antemano mi nacionalidad extranjera, que naturalmente me excusaba de alistarme en su ejército, pero tampoco dudaron en presentarse bien trajeados frente a la puerta de la que durante un año fue también mi casa, alertados por la posible existencia de un americano que no fuera un patriota.

A mi regreso a España ingresé en la facultad de Física y aprendí por qué el cielo es azul de día, rojizo al alba y oscuro de noche. De Estados Unidos, aparte de un sin fin de experiencias notables, me había traído algunos libros, entre ellos, curiosamente, un ejemplar en inglés de Tom Clancy que todavía hoy espera en la polvorienta estantería de mi cuarto a que lo lea. Y aunque yo no era consciente entonces, me traje también un gusto por la literatura americana que me fue suavemente inoculado por Mrs.Bennington, la que había sido mi profesora de literatura inglesa. Y en el transcurso de los años siguientes leí a algunos autores norteamericanos, Faulkner, Hemingway, Bradbury, Henry James o Nabokov, . . ., pero también a autores europeos, clásicos mundiales, Shakespeare, Goethe, Proust, y comprendí que igual daba la nacionalidad o el color de su bandera, todos escribían sobre los mismos sentimientos, amor, ira, venganza, melancolía, . . . y sólo la ambientación o la época eran distintas, por debajo de una constante sencillamente humana, no nacional, intemporal. Luego supe que a eso, precisamente, se le llama literatura.

Hoy, más que nunca, me siento ciudadano del mundo, criatura humana y no simplemente español. Me siento ligado a las costumbres de mi pueblo, a la lejana reconquista de la península, al calor de la meseta, a las procesiones de Semana Santa, pero también me siento unido y vinculado a los árabes que expulsamos y que nombraron la mayoría de las estrellas que refulgen sobre nuestras cabezas, a los pueblos nórdicos y su espíritu indómito o a aquellos indios americanos que después de viajar tres días guiando a las expediciones europeas necesitaban descansar otros tres para que, según decían, sus almas rezagadas pudieran alcanzarlos y fusionarse de nuevo con sus cuerpos.

A

hora el plazo perentorio se agota, la última de mis prórrogas para acudir al servicio militar expira y muy pronto acudiré al cuartel para pedir lo que hace sólo unos años, aquella noche estival en Santander, no se me hubiera ocurrido: la objeción, no la académica o la solicitada por motivos de interés personal, sino la verdaderamente moral, la más coherente, la objeción de conciencia.

En la mirada de parientes lejanos del sur que recalan en casa para cenar noto que reconocen en mí lo que ellos creen que es miedo o cobardía. Refiriéndose al servicio militar, me hablan con orgullo de largas caminatas, de ampollas en los pies y noches al raso, y tal vez piensan que no les entiendo porque no estaban allí aquella mañana de finales de junio, pocos días después de haber solicitado una de mis primeras prórrogas, cuando unos cuantos amigos nos reunimos muy temprano frente a la puerta principal de la facultad, nos hicimos unas fotos bajo las oxidadas letras de hierro clavadas al dintel de piedra y luego, cargados con nuestras mochilas, comenzamos a caminar hacia al norte. Llegamos a Segovia tres días después. No fue una aventura, fue más bien una odisea, un viaje iniciático como los narrados por Faulker y que yo entonces aún no había leído. No dormíamos al raso sino bajo las estrellas, no caminábamos para hacer kilómetros sino para ganar el horizonte, las montañas distantes, y más allá. Y lo hice en compañía de amigos a quienes apreciaba y respetaba, con los que anduve tres días en completa libertad por el simple deseo de hacerlo, de alcanzar aquella meta propuesta por nuestra juvenil fanfarronería. Seguiré oyendo durante mucho tiempo que en la mili se hace uno un hombre, pero yo sé que la experiencia del servicio militar, que sin duda fue grande y emocionante para los varones de mi familia, que les llevó a ellos a salir de sus pueblos o ciudades natales y les permitió conocer gentes que no tenían su mismo acento, se me quedará pequeña a mí que he hablado a mi corta edad una lengua tan distinta a la mía y vivido en tierras tan lejanas que el hombre a este lado del océano tardó miles de años en descubrirlas.

Mi tío tenía razón. La vida de un francés es para mí tan valiosa como la de un español y ninguna de las dos lo es tanto como la de mi hermana o la de mi mejor amigo. Soy hijo del mundo más que hijo de España, soy expósito de cualquier nación y aborrezco de todas ellas por la misma razón que admiro los cien años de soledad de García Márquez, me estremezco con las crónicas de Bradbury, o sufro con la iniquidad pueril de Lolita.

No, claro que no, ya no quiero hacer la mili, hace tiempo que he dejado de creer en las naciones para creer sólo en los hombres.

domingo, 24 de octubre de 2010

Tardes de Tardor




Ayer tuve una experiencia extraña. No creo poder describirla realmente, así que tal vez debiera dejar de escribir y cerrar la tapa del portátil. Pero, en una tarde de domingo como esta, tiempo es lo único que tengo y es lo único que puedo permitirme perder.

He vivido un solitario fin de semana. Cristina se bajó al Sur, a ver a una buena amiga que lo está pasando mal, y yo me he quedado en casa, escuchando el agua que circula por los radiadores en este otoño cada vez más frío, aunque aquí, junto al mar, haya sido incapaz todavía de acabar con el recuerdo del verano.

El sábado por la mañana Cristina se marchó temprano y, a la tarde, cuando en la televisión encendida alguna voz disonante me sacó del sueño tibio de la siesta, aparté las mantas, me levanté del sofá y cogí las llaves de la moto. No tenía plan, llevaba la cámara de fotos a la espalda pero no sabía si aprovechar las dos o tres horas de luz que restaban del día para dirigirme hacia el sur o volar en cambio hacia el norte, hacia las montañas blancas del Pirineo. La C-32 me dejó en la A-2, y ésta desembocó en la AP-7, y tras varios kilómetros de asfalto y líneas blancas, acabé en la ciudad de Girona, al pié de una hermosa y espigada iglesia del casco viejo, justo cuando el sol se ocultaba tras el horizonte y las primeras farolas comenzaban a encenderse.

Hambriento, devoré una hamburguesa con champiñones y una ración de bravas al pie de aquel monumento, y luego paseé sin rumbo, con el casco en la mano, por las calles viejas y otoñales, observando como poco a poco el ambiente propio de un sábado por la noche iba iluminando el lóbrego aspecto inicial de la ciudad, transformándolo en un fiesta que, sin embargo, me era ajena. Yo sólo estaba allí como observador, era sólo un par de ojos detrás de una cámara, esquivando por la acera a los grupos de jóvenes bulliciosos, evitando la mirada de bellas adolescentes que se reunían y reían en bares de copas, en terrazas abiertas.

Paseé durante algo más de una hora entre pubs oscuros, heladerías blancas y plazas de oropel donde las familias cenaban y dejaban correr esa noche libremente a sus niños. Durante un rato me senté en la escalinata de la catedral, vagué también por la rambla bulliciosa y crucé varios puentes en ambos sentidos, observando las aguas calmas del rio Ter sobre las que brillaban reflejadas las luces de la ciudad. Había avisado de mi imprevista llegada a una amiga que vive por la zona pero, al pasar el tiempo y no recibir ningún mensaje de respuesta, la di por perdida. No en vano, sin embargo, hay momentos en los que uno prefiere estar solo, y a mí la tarde mohína me había regalado ese deseo. Cansado al fin, abroché como mejor supe mi cazadora de cuero, cubrí bien el cuello bajo el casco negro, y arranqué de nuevo mi moto en dirección a casa, a través del aire nocturno, denso y frío.

La autopista era a la vuelta un mar oscuro hendido sólo por el foco blanco de mi faro delantero, y en el espejo retrovisor apenas un atisbo rojizo de mi luz trasera seguido de cerca por una negrura insondable. Así, como un pequeño punto de luz que serpenteaba entre un océano de campos oscuros, me imaginé que era visto desde el aire por los últimos vuelos que salían del aeropuerto de Girona. Así, supongo, como un silencioso punto de luz, somos todos vistos desde lo más alto.

Siempre le he concedido al clima y en concreto a las cuatro estaciones la capacidad tremenda de variar mi estado anímico. Parece que no en todas las personas influyen por igual pero parece también que no soy el único ni el primero en atribuirles tamaña importancia. Un viejo amigo, estudiante de psicología, me explicaba una vez que en la Edad Media, como una herencia grecolatina, era muy normal entre los médicos hablar de los cuatro “humores”, uno por estación, que se repetían cíclicamente y que traían consigo distinto comportamiento y estado de ánimo a los hombres. Y el humor del otoño –me dijo para explicar aquella triste tarde de noviembre en la que paseábamos sin destino- era la melancolía.

Cuando llegué a casa y aparqué la moto, tiré la cazadora sobre una silla y me tumbé en el sofá, de nuevo entre las mantas. En La 1 echaban una película española, “El juego del ahorcado”, un hermoso drama de amor que transcurre en Girona. Me hizo gracia la coincidencia pero no le di más importancia hasta que, habiéndome quedado nuevamente dormido, me despertó el fluir del agua en los radiadores, el que hacen cuando pierden su calor y lentamente se enfrían, como si fueran los estertores de la calefacción. Esas contracciones y dilataciones metálicas, ese murmullo de agua en retirada, tan hogareño y familiar, me situó en seguida en el espacio, y ya antes de abrir los ojos supe que estaba en casa, en mi sofá, con la televisión aún encendida y el volumen muy bajo. Lo que no estaba seguro -me di cuenta- era del momento, de mi ubicación en el tiempo y –bien mirado- de nada de lo que había pasado en mi vida hasta ahora: ¿había estado realmente en Girona o sencillamente estaba recordando una película?, ¿acaso lo había soñado todo? La ciudad, la película, la moto, la mirada de una muchacha morena que pasa de largo o el regreso nocturno a casa, todo estaba mezclado en un despertar confuso que juraría haber vivido ya unas horas antes, en el mismo sofá, frente al mismo televisor encendido. En un traspiés de la memoria, creía de pronto haber nacido y vivido siempre en Girona, como los protagonistas de la película, y haber amado allí a una muchacha de pechos pequeños y ojos grandes y oscuros, como las aguas del rio Ter, que de noche refleja las luces de la ciudad. Y todo eso a su vez no casaba con otros recuerdos que parecían ficticios, propios de un sueño o una película, como la blanca y solitaria luz de mi moto en la autopista, vista desde mil metros de altura, o recuerdos que parecían haber estado siempre ahí, como el de saber que en realidad nací en una ciudad tan alejada de la costa que el mar allí –como dice la canción de Sabina- no se puede concebir.

Y entonces oigo el tintineo de unas llaves, el girar de una llave en la cerradura, y recuerdo de pronto que Cristina se marchó este fin de semana, que vivo junto al mar aunque soy de Madrid, y que he estado solo en casa, en este sofá, perdido en el tiempo y en la melancolía que reina en las tardes de otoño.





martes, 12 de octubre de 2010

Erase una vez...





Todas las historias vuelven a la memoria de quien las ha vivido, todas regresan para hacernos sonreír o atormentarnos. Y no es increíble que puedan lograr ambas cosas simultáneamente. ¿Quién no ha sonreído al rememorar el dolor infligido por un viejo amor?, ¿quién no ha sufrido al comprender que los días azules de aquel verano dichoso de su niñez no han de volver?

La memoria es una cosa extraña, almacena recuerdos e improntas que nos serán de utilidad en el futuro, pero guarda también, como un tesoro, lo que resulta increíble no haber desechado aún, la luz de un día de otoño, la postura de una mujer apoyada en el marco de una puerta. Cada momento tiene un solo instante de suprema supervivencia más allá del cual se extingue lánguidamente para no volver, y sólo cierta luz oblicua, o cierto aroma flotando en el viento pueden traer de nuevo por un segundo, sólo un fugaz segundo, el tacto de aquella otra piel o la mirada de un amigo antes de convertirse en extraño.

Entre los doce y los diecisiete años yo tuve los mejores amigos que un hombre pudo desear, cada cual distinto de los demás, cada cual un instrumento indispensable para la melodía de aquel grupo que formábamos. Con ellos disfruté de los que seguramente fueron los mejores días de mi vida, los más aciagos también, los más excitantes en aquel paisaje urbano de mi niñez, y al recordarlo todo otra vez me entran ganas de reír a carcajadas y luego, en esta distancia que ahora me aleja tanto de ellos, hecha de tiempo y de eventos nuevos, ponerme a llorar como si a medida que pasaran los años empezara al fin a comprender que nada de aquello va a volver.

Proust lo sabía mientras saboreaba esa magdalena mojada en té, Nabokov lo entendía mientras describía a su Lolita y se entretenía innecesariamente en detalles a los que luego Humbert, el Humbert viejo y enfermo, prisionero en su celda de recuerdos, regresaría entre angustias y espasmos de tos: hay algo maravillosamente trágico en cada instante del pasado, en la certeza de que el momento nos ha dejado y no va a volver. Como le dice Aquiles a Briseida, “Nunca serás más bella de lo que eres ahora, nunca volveremos a estar aquí”.

Pero si cada instante es tan preciado, si cada momento es único, ¿no sería más razonable vivirlo intensamente, vivir sólo en el presente, carpe diem? ¿Por qué entonces ese empeño, de algunos hombres, en regresar al pasado? Déjenme responderles de una vez: todo es mucho más hermoso cuando lo sabemos irrepetible, único como aquellos labios entreabiertos o el final de aquel verano cálido y tormentoso, y es la búsqueda de esa belleza, del placer estético que supone su irremisible pérdida, lo que nos mantiene perpetuamente regresando al encuentro de aquellos lugares, de aquellos momentos que brillaron un efímero instante, como botes remando contra la corriente, empujados incesantemente hacia el pasado.



sábado, 25 de septiembre de 2010

El viajante





Pocas veces se nos brinda la oportunidad de aunar trabajo y diversión, deber y placer, pero estos días por el sur del levante, desde la alta y metalizada torre del aeropuerto de Alicante a la más clásica y rubicunda de Valencia, he pasado cuatro días de replanteos, reuniones y actualizaciones de software y, entre cada una de estas cosas, he disfrutado de buenas comidas y cenas, y del solaz y la guía de buenos compañeros que me han enseñado sus rincones favoritos en tierras que a ellos, profesional o personalmente, les son familiares y conocidas.

Gota fría en Alicante, luna llena y cielo despejado en Valencia, he pernoctado en hoteles de peor y mejor categoría, disfrutado de desayunos copiosos en bufetes atestados y reposado cervezas frías en terrazas nocturnas, al pie de edificios de piedra amarilla cuya edad se mide en siglos. Como un señorito, he tenido ocasión de probar una paella preparada en la Albufera, al pie de los canales que rodean las barracas, entre las cañas y el barro, y sin tiempo para comparaciones, al día siguiente comía un sencillo bocadillo en la terminal de un aeropuerto o en el banco de un andén.

Una y otra vez he deshecho y vuelto a hacer mi maleta, y en cada ocasión he barrido con la mirada mi habitación, antes de salir de cada hotel, para no dejar allí otra cosa olvidada que sábanas arrugadas, toallas aún húmedas o espejos empañados. He entrado y salido, saludado a la risueña recepcionista o guiñado un ojo a la atractiva camarera, sin que el gesto pasara de inocente fantasía. He dormido solo, mirando al techo blanco y a las luces de los coches en él reflejadas, hasta caer dormido finalmente, agotado tras un cambio de software o tranquilamente, entre las páginas de un libro. Y he trabajado, trabajado y cumplido mis objetivos, porque no es lo mismo ser viajero que viajante, aunque ambos tengan en común la expiación dinámica del movimiento, la libertad efímera del viaje, con su principio siempre conocido y su final, ...tan incierto.

domingo, 8 de agosto de 2010

Toros de Cataluña


Como a la mayoría de los españoles, incluidos los catalanes, el espectáculo de los toros siempre me ha resultado bastante indiferente, es decir, nunca ha despertado mi interés lo suficiente como para malgastar mi tiempo asistiendo a una corrida de toros. Por tanto, como la inmensa mayoría de la población de este país, sé que el espectáculo de los toros es sólo espectáculo y entretenimiento para una minoría. Y esto significa que si alguien me llama desde Madrid, confundido por las últimas noticias, para alertarme de que en Cataluña ya no podemos celebrar corridas de toros, no tendré más remedio que lamentarme con ironía y responder: “¡Es cierto!, ¡¡y yo que pensaba educar a mis hijos en el arte de la tauromaquia!!, ¡¿qué voy a hacer ahora?!”.

Otra cosa bien distinta es que, fuera de nuestras fronteras, dicho arte, dicha “actividad” para quien le parezca aberrante llamarlo siquiera arte, haya sobresalido precisamente por lo que tiene de conspicuo y distinto en relación con otros pueblos de Europa o del mundo. Cuando vivía en Estados Unidos, más de uno y más de dos llegó a preguntarme, quizá precisamente porque allí el conocimiento del mundo y de su historia es bastante limitado entre la clase media, si los hombres de mi país vestían a diario por la calle con el traje de luces. Semejantes despropósitos, además de provocar la risa, no son sino parte de la inevitable asociación de tópicos y arquetipos que asociamos a culturas de las que sabemos bien poco. Todos imaginamos a los chinos laboriosamente hacendados y hacinados en gigantescos talleres textiles o a los japoneses practicando kárate en un hermoso jardín o a los rusos bailando en cuclillas y bebiendo vodka como si fuera agua. Cualquiera que lo piense, por supuesto, sabe que hay mucho más, pero la imagen primera sobrevive, porque tiene fuerza.

En España, para orgullo de unos pocos, lamento de otros y jocosa hilaridad de la mayoría, el toro y en concreto el toro de lidia y lo que algunos españoles hacen con él, se ha convertido en símbolo que traspasa fronteras. Los propios extranjeros, cuando llegan a nuestro país para conocerlo y comprobar que no todos vestimos traje de luces, que ni tenemos un toro tatuado en el brazo ni cuernos en la cabeza (bueno, alguno seguro que sí :-), nos devuelven como un espejo esa imagen de nosotros mismos, que sabemos parcial e injusta, pero que también nos hace gracia, por su ignorancia y candidez.

Y entonces, más allá del símbolo, de su carácter minoritario en el interior y de su relevancia exagerada en el exterior, alguien viene a preguntarse si es de ley lo que hacemos a estos animales. Es normal que la pregunta surja, es normal que las sociedades evolucionen, es normal que su moral se transforme, que sus preocupaciones cambien. Pero las leyes, como concepto que restringe, como obligaciones contraídas de común acuerdo para toda la sociedad, si bien deben también, como es lógico, amoldarse a la moral de la época, deben ir siempre taimadamente por detrás. Explicaré a que me refiero un sencillo ejemplo.

Hace sólo veinte años (1990) casi nadie en su casa reciclaba nada. Para mi madre, de 63 años, todavía es un trastorno que merma su actividad en la cocina; para mi padre, que sólo entra en la cocina para olisquear y saber qué se cuece, qué va a comer, lo del reciclar es una solemne tontería, una pijada de estos tiempos. Pero para Cristina y para mí, que hemos bebido ya de las ideas de este nuevo siglo y nos hemos contagiado del temor a cambiar el clima y entorno que nos rodea, reciclar es una tarea que realizamos con preocupación y que vemos necesaria. ¿Cómo de necesaria?, ¿se debería obligar a nuestros vecinos, a todos, incluidos a personas como mis padres, a hacerlo?, ¿se debería multar o incluso encarcelar a quien no lo hagan? Supongo que la respuesta aquí –para muchos- es no, sencillamente porque nuestra moral, la actual, no ha evolucionado hasta el punto de considerar que un daño infringido al medioambiente es merecedor de semejante castigo. Sin embargo, quizás mis hijos, dentro de 30 o 40 años, si las condiciones del planeta se han vuelto insostenibles, si a consecuencia de ello se han producido epidemias, hambre y catástrofes que se han llevado millones de vidas por delante, quizás mis hijos entonces vean perfectamente lógico y absolutamente necesario considerar que una persona que no recicla, que contamina a diario y no contribuye en sus obligaciones ambientales, debe ir a prisión o pagar grandes sumas para revertir sus desmanes. ¿Y qué ley o pena le aplicarían entonces en una sociedad así de evolucionada a un pirómano que tiene por costumbre quemar los pocos bosques que queden en el planeta?. A algunos la prisión seguramente les parecería poco. Además de esto, la sociedad de mis hijos, su moral avanzada, se preguntará por qué no hicimos ya lo mismo en nuestro tiempo, por qué la generación de sus padres permitió que se quemaran miles de hectáreas de bosque para dedicar el suelo a la construcción de viviendas y el lucro de sus apoderados, cómo fue –dirán- que no impusimos leyes que prohibieran y castigaran duramente esos delitos contra el medioambiente. Y la respuesta está clara: hacía falta que la sociedad evolucionara, que mis hijos nacieran y propusieran esas leyes, que nosotros las votásemos y aceptásemos y que mis padres, ya lejos de este mundo terrenal, no pudieran oponerse a ellas ni sufrir por ellas, por unas leyes que no entenderían ni comprenderían en su moral obsoleta.

Las leyes siempre deben respaldar la moral y la ética de un tiempo, pero hay que comprender que en cada tiempo existe no una sino varias generaciones, varias mentalidades o morales, y las últimas, más reformistas, estarán por la labor de realizar cambios mientras las primeras, conservadoras, de negarlos. Como las leyes deben aplicarse a todos, sin excepción, la sociedad en su conjunto debe alcanzar un gran consenso antes de imponérselas a cada ciudadano, especialmente cuando se trata de leyes que prohíben, no que permiten (a nadie se le escapa que no sería lo mismo permitir el desnudo en la playa que prohibir los bañadores en la misma). Entre ambos verbos, entre permitir y prohibir, hay sólo un verbo más, uno que permite sobrevivir al primero y evitar al segundo: educar.

La sociedad catalana es una sociedad que en España suele ser pionera en modernidad, amplitud y transformación de la moral, lo era en el siglo XIX, lo era en tiempos de la República y seguramente así sigue siendo, después del largo paréntesis -para toda España- de la dictadura. No me parece extraño ni me sorprende, por tanto, que haya sido aquí donde la moralidad de la fiesta nacional se haya puesto primero en entredicho (Las Canarias no tenían semejante tradición, por lo que no las considero ni de lejos comparables a Cataluña, no les costó abolir una tradición que no tenían). Lo que sí me deja estupefacto es que un parlamento haya permitido la aprobación de una prohibición (de nuevo, ¡no es un permiso para no ver los toros, es una prohibición para quienes desean verlos!) en base a una respetable pero minoritaria iniciativa popular.

Y es aquí donde radica el problema y espero que mis amigos catalanes no se lleven a engaño: una iniciativa anti-taurina que respetamos e incluso respaldaríamos muchos ciudadanos, una iniciativa que se irá consolidando y creciendo y ganando adeptos con los años, según vayamos educando a las nuevas generaciones en el respeto por el medioambiente, se ha transformado en el parlamento catalán, por virtud de ideas nacionalistas -que todos sabemos sí existen allí, que son vitales para el sostenimiento de varios partidos nacionalistas y sus caciques- en una prohibición impuesta demasiado pronto, sin el consenso necesario, a partir de una minoría creciente (antitaurina) para aislar a otra minoría decreciente (taurina), mientras la mayoría de los ciudadanos espera todavía recibir lo que le corresponde por derecho: educación, información y conocimiento que haga evolucionar su moral antes de verla impuesta por ley.

viernes, 30 de julio de 2010

Bañarse desnudo


Hoy viernes era mi último día de vacaciones pero esta noche cayeron chubascos por todo el Baix Llobregat y la mañana amaneció nublada, arruinando mis planes de ir a la playa. Mi mujer ya se había ido a trabajar y desayuné con desgana, mirado el cielo incierto.

Después de pensarlo, sin embargo, y habiendo sacado ya la bici del garaje, decidí tomar el camino que lleva al mar, con la esperanza de que el día mejorara. Después de pasear arriba y abajo por el paseo marítimo de Gavà, de entretenerme observando los chalets de los más afortunados y de casi atropellar al caniche de uno de ellos, me detuve junto a un tramo de playa que parecía desierta, yerma en la distancia amplia que cubría la arena desde una duna oculta, perfecta para abandonar la bici, y la orilla del mar. Sólo la torre del vigía de la Cruz Roja, a una prudencial distancia, perturbaba aquella soledad.

Dejé la bici echada sobre las hierbas silvestres que crecían a sotavento de la duna elegida y me acerqué con paso torpe hasta la orilla. El agua estaba brava y un fino velo de nubes dejaba pasar a medias el sol, creando extraños juegos de luces y sombras sobre la mar agitada. No había allí nadie más. En la torre, el vigía parecía dormitar bajo la bandera amarilla que se agitaba como un trapo al viento.

Como un pensamiento de lo más natural, se me ocurrió de pronto que podría desnudarme allí mismo y entrar en el agua sin más. No se me entienda mal: ni soy un pervertido (aunque me gustaría saber lo que eso significa para tí, lector) ni un tímido exhibicionista. En lo que se refiere al desnudo integral en la playa, lo cierto es que, salvo contadas excepciones que todos mis congéneres podrán imaginar, no disfruto viendo a otras personas desnudas al sol. En realidad me causa rubor, me incomoda y a veces hasta me desagrada, por lo que puedo perfectamente comprender que otros tampoco deseen verme a mí tal y como mi madre me trajo al mundo.

Sin embargo, allí no había nadie. Tal vez el vigía no dormía realmente, tal vez un paseante eligiera aquel momento para acercarse a la orilla o tal vez una mucama hacía la cama de su amo en alguno de aquellos enormes chalets, al otro lado del paseo, y decidiera asomarse, indiscreta, a la ventana... pero lo cierto es que ninguna de esas cosas me parecía lo suficientemente cercana como para cohibirme o incomodarme. Así que, en un gesto rápido, me libré del bañador y lo lancé junto a las deportivas y la mochila que yacían ya en la arena.

Andando descalzo, desnudo, despacio, entré en el agua y me zambullí de un salto para sentir sobre mi cuerpo, sobre todo mi cuerpo, el agua fría y agitada, el baño de las aguas primordiales, primigenias, el liquido salado en el que florecieron las primeras células, millones de años atrás, allí, flotando como ahora lo hacía yo. Nadé libre, me sumergí, buceé como un pez y me zambullí una y otra vez, exultante, excitado por la falta de resistencia del bañador, la suavidad con que el agua se deslizaba sobre la piel.

Cuando por fin salí del agua, el sol había vuelto a brillar, las nubes se habían evaporado y yo me tumbé exhausto sobre la arena cálida, dejando que el tiempo y el viento secaran las gotas saladas, excepto las de mis labios, que bebí encantado.

No, supongo que no podría ni querría hacer lo mismo en una playa atestada de gente pero ¡dios!, de verdad te lo digo, lector, ¡no dejes de buscar tu playa privada!, tu solitaria ensenada, ese lugar en el que entrar en contacto íntimo con el mundo que te rodea.

miércoles, 28 de julio de 2010

Aquel tiempo, aquellas mujeres




Paseo entre fotos y veo estos rostros, de aquellas mujeres, de aquel tiempo perdido y casi olvidado, lentamente acumulado en las fracturas de mi piel, en mis patas de gallo. Contemplo unos segundos sus caras adolescentes, sus pieles bruñidas de juventud, y recuerdo en un solo golpe letal, en una reminiscencia que casi duele, el sonido de sus risas, la delgadez de sus figuras al contraluz o el aroma del mar en su cabello mojado. Porque las mujeres de mi vida son como los destellos de sol en la mar plateada, que en la distancia brillan intensamente sólo un instante, aquí y allá, nunca en el mismo lugar, nunca en la misma situación.

Como sembradas a lo largo de mi infancia, mi adolescencia o mi madurez posterior, sus vidas se cruzaron con la mía aportando una visión, un aroma, un sabor y luego continuaron su camino por vericuetos que no pude o quise seguir. Desde aquellas relaciones que perduraron durante años a las que no tuvieron mayor longevidad que la de un paseo nocturno por las calles de Madrid, desde las que me entregaron sólo una frase a las que me dieron todo su aliento, su caricias o sus besos, todas, salpicando la línea continua de mi vida, merecen algo más que mi recuerdo enredado, merecen toda una oda, toda una canción a la experiencia que me dejaron, al deseo que nació de sus curvas, al placer de sus concesiones, al dolor también que me impusieron con su negativa a mi amor alocado y a veces descabellado. Y esa canción, como la que Humbert escucha desde lo alto de ese barranco mientras contempla la población minera allá abajo, es tan hermosa como inefable, y forma parte de mí como los dedos que golpean este teclado, como las palabras que se agolpan de pronto por salir de mi mente mellada, ebria de recuerdo y nostalgia, del sabor de aquel tiempo, de aquellas mujeres casi olvidadas.

sábado, 10 de julio de 2010

El viaje


Todo viaje tiene un destino pero éste carece de importancia. Porque el final del viaje es a la ruta lo que la muerte a la vida, un ocaso ineludible al que no prestamos atención mientras recorremos el camino.

NOTA: ¡subid el volumen para ver el vídeo!

domingo, 27 de junio de 2010

De nuevo en la carretera


Ver A Madrid 2 en un mapa más grande

Vuelve la aventura, vuelve el viaje. De nuevo será la carretera quién guié mi camino. 714 Km, 10 horas y media: a Madrid por el paso del suroeste (Teruel), esta vez atravesando, sobre 80CV de potencia, la Sierra de Albarracín.

Llevo bastante equipaje, las alforjas bien cargadas, mi cámara de fotos, mi música en mp3... todo aguardando en esta víspera el viaje que mañana comienza, impaciente por dar suavemente al gas con la mano derecha mientras la izquierda embraga, un instante antes de que mi pie, como un autómata, cambie de marcha.

sábado, 12 de junio de 2010

Cuando uno no sabe dónde va a despertar



Cuando uno no sabe dónde va a despertar, contiene el aliento antes de abrir los ojos. Cuando uno es consciente de que el sueño ha quedado atrás, de que hay luz diurna y una ventana y quizás alguien más allí fuera, un segundo de maravillosa incertidumbre, de temor y a la vez de urgente curiosidad, se apodera de cada músculo, cada órgano y cada célula que ahora despiertan, que vuelven a la vida.

Son ocasiones en que el acto sencillo de abrir los ojos, de descubrir primero el techo, luego las paredes y el color, la luz o los muebles de la habitación, se asemejan más seguramente al paroxismo del nacimiento, a nuestra primera llegada a este mundo, que al simple final de una noche durmiendo. No es frecuente, y requiere generalmente haber viajado y dormido en pocos días en distintas camas, en distintas habitaciones, el milagro que propicia que la memoria pierda el rumbo una buena mañana y nos regale ese momento de descubrimiento, de revelación, de renacimiento.

Porque el lugar dónde nos encontramos al despertar tiene mucho que ver con quienes somos, porque no llegamos a conocer nuestra identidad hasta que nos ubicamos cada mañana en el espacio y en el tiempo, y porque ese instante, cuando cedo a la curiosidad, cuando separo la cortina rosada de mis párpados y descubro dónde estoy, contiene destilada toda la esencia del zumo de esta vida: el sueño, la conciencia; el miedo, la pregunta; el coraje, la aventura; el descubrimiento, la sorpresa. Todo ello flotando en un mar de rutina, de madrugadas limpias y despertares calmos en los que no cabe duda de quienes somos o dónde estamos.

viernes, 28 de mayo de 2010

De la percepción y otros errores humanos




Creo que todo el mundo conoce el argumento, muy manido ya, de que la realidad es algo distinto a lo que percibimos pero de ahí a descubrir, como ocurre en ocasiones, que ambas cosas no se parecen en nada, hay un largo pasillo de asombro. “¿Cómo pude creer que…?”, ¿qué me llevaría a mi a pensar que…?”.

¿Hasta qué punto puede un hombre percibir erróneamente la realidad que le rodea y equivocar con ello sus decisiones o sus acciones?. Sí, vale…, estoy hablando de mi y no de un amigo o un pariente lejano :-) pero digo esto pensando en que todos alguna vez hemos juzgado erróneamente a alguien o creído, de nuevo erróneamente, que la chica de la primera fila, esa que no deja de buscar excusas en clase para pedirnos los apuntes, esta coladita por nosotros. “Macaco presuntuoso –nos flagelamos luego- ¿cómo pudiste pensar eso en lugar de comprender a tiempo que ella era nueva y extraña en tu ciudad y buscaba tan solo hacer amigos, y –sobre todo- cómo se te ocurrió acabar declarándote de aquella manera, olvidando cualquier otra posibilidad, dando por hecho una simple percepción, dando por sentado que la realidad se ceñía tan casualmente a tus deseos?”

Constatar que nos hemos equivocado, que lo que veíamos, tocábamos y sentíamos no tenía en realidad el color ni el tacto que esperábamos y –mucho menos- un sentimiento afín al nuestro, como ocurre en los retorcidos senderos del deseo y el amor, puede descubrirnos hasta que punto nosotros, concretamente nosotros, somos presa fácil del autoengaño, de creer lo que queremos creer y obviar el resto.

Decía Locke en el siglo XVII que la realidad a menudo se ve coloreada por los afectos. ¿Coloreada?, ¡dios bendito!, ¡es mucho más que eso!, ¡esta teñida entera!, ¡la realidad es un amalgama de mediciones erróneas, de percepciones falsas!, de malentendidos y desencuentros, de verdades que se escapan. Me lo decía mi profesor de física cuántica y con 21 años yo todavía no lo aceptaba: lo que se mide se ve afectado por el medidor, el resultado por la inferencia del observador, la verdad por la opinión de su creador.

Aún así, con todos sus defectos, nuestra percepción es lo único que tenemos, la única forma de medir. Y hay que medir. No hacerlo sería como estar ciego y caminar sin agitar las manos o un bastón por delante. Así que prueba, dilo, confiesa, toca, besa, experimenta y, en definitiva, haz uso de la errónea percepción porque sólo así conseguirás acercarte a la verdad, aunque ésta duela.

Y en cuanto al error en la percepción…, bueno, no hay porque castigarse, ¿verdad?, errar es inherente al ser humano, está íntimamente vinculado a la libertad que poseemos, a esa tremenda y a veces apabullante libertad que no atesoran otros animales y que nos hace tan especiales, y en ocasiones tan infelices. Y todo es así desde que nacemos: pruebo, lo intento, me equivoco, lo admito (o no!), me corrijo (si puedo, si quiero) y vuelta a empezar. Es un ciclo que castiga nuestra autoestima si no se gestiona bien emocionalmente y que nos hace mejorar continuamente si sabemos sacar algo en claro. Comprender y asumir la frustración que produce equivocarse debería ser lo primero que se enseña en las escuelas, mucho antes que los números naturales o las letras del alfabeto que componen las palabras con las que ahora escribo, las que he usado desde niño para describir lo que percibo.