lunes, 2 de febrero de 2009

Esta imagen, aquel momento


Dios, resulta tan difícil precisar. ¿Fue en el verano de 1996 o en el de 1997?. La verdad es que tampoco me importa demasiado. En aquellos primeros años de carrera, mis compañeros de Físicas y yo tomamos la costumbre de buscar siempre algún tipo de pequeña aventura al finalizar los exámenes de junio. Aquel año, con julio en ciernes, un grupo mixto de nueve o diez hicimos nuestra primera escala en Fuente De, al sur de los Picos de Europa. La idea era cruzar el macizo de sur a norte para alcanzar el llano y acabar bañándonos en las aguas azul oscuro del Cantábrico. No lo conseguimos, aquellos viejos glaciares eran difíciles de sortear, alguno pensó incluso que no saldría de allí y tuvimos que retroceder… pero esa es otra historia.

En uno de aquellos primeros momentos en los que todo era novedad y diversión, mi amiga Noemí tomó esta instantánea de mí, de mi yo de entonces. Ahí estoy, con mi viejo polo del equipo de tenis y unos ridículos shorts, literalmente entre la tierra y el cielo, en la que parece ser la cúspide del mundo. La imagen, aún siendo ésta una reproducción digital de un negativo de los de antes, conserva su esencia, su materia no gráfica, esa milagrosa e irreverente proximidad con la persona fotografiada que en otro tiempo hizo temer y creer a los pueblos indígenas que aquellas imágenes planas capturaban y robaban una parte de sus almas. Miro la fotografía y pienso que en mi caso así fue: una parte de mi alma está contenida en la sonrisa, y otra en el guiño de los ojos, heridos por el sol. Y todo el conjunto me resulta tan evidente y a la vez tan inexplorado como la tierra que subyace allá abajo, tan profundo como el cielo que se extiende detrás, tan misterioso como el destino del tiempo que ha trascurrido desde entonces.