sábado, 12 de diciembre de 2009

Soñaba que dormía



Este diminuto relato lo he escrito esta misma mañana, lo cuelgo aquí recién salido del horno :-)

Soñaba que dormía

Soñaba que dormía boca abajo, con el rostro presionado contra la almohada, cuando en realidad –y esto, claro está, sólo lo supe al despertar- dormía boca arriba, con las manos sobre el pecho, como la efigie de un mausoleo. Y si esto les parece de por si una incoherencia, imagínense cuan extraño y dispar era el sueño que padecía.

Soñaba que dormía junto a mi segunda esposa pero el perfil, el color del cabello y sobre todo la curva suave de la espalda, eran de la primera. Y sólo quien haya dormido con más de una mujer sabe lo distintas que llegan a ser cuando yacen a tu lado, desde la quietud de los párpados cerrados, de los labios entreabiertos, hasta el perfume de su cabello o la temperatura de su piel. Sin embargo y a pesar de esas diferencias, en los hombres se da a menudo este extraño caso que pocos confesamos: dormimos con una mujer a la que amamos, pero soñamos -casi sin poderlo evitar- con la primera que tuvo acceso a nuestro corazón.

De mi primera esposa no volví a saber nada tras el divorcio, al menos inmediatamente. En cierta ocasión me pareció verla en la calle, a lo lejos, era desde luego su postura erguida, de tacones altos, y la melena oscura que yo recordaba, pero la perdí entre el gentío de Rio Rosas con Santa Engracia, y confieso que me quedé un instante varado en la acera, con miedo de seguir andando, por si la alcanzaba.

De todas formas, lo cierto es que no necesité encontrármela por Madrid para llegar a saber de ella. Ya en la fiesta de unos amigos, cuando yo aún no me había vuelto a casar, supe que salía con alguien. Y en la misma fiesta del año siguiente -mucho más agradable- me llegó el rumor, mientras sostenía una copa de vino, de que había roto abruptamente con aquel desconocido, espectáculo incluido en una cafetería del centro. Mentiría si dijera que aquel vino no me pareció excelente, pero también si no admitiera abiertamente haber sentido cierto alivio primero y luego una urgencia extraña por buscarla y correr a su lado a consolarla, a mostrarme magnánimo y comprensivo, a abrazarla compasivo.

Luego llegó mi segunda boda y enseguida los niños que no vinieron con la primera. Pasaron los años y mi vida cambió notablemente, ya no iba a fiestas ni escuchaba los comentarios, entre risas, del grupo de al lado, pero en una cena que mi mujer y yo organizamos en casa para unos amigos, después de haber dejado a los niños con mi suegra, uno de los invitados a quien yo apenas conocía resultó, por una de esas casualidades de la vida, haber trabajado con ella en un proyecto de consultoría para una empresa cuyo nombre no retuve mientras intentaba esquivar la mirada curiosa de algunos de mis amigos y sus esposas. Todavía hoy soy de la opinión de que nadie pudo percibir la prisa con que comenzó a latirme el corazón al saber, de boca de aquel invitado entrometido, que mi antigua amante y esposa había rehecho su vida, que había alcanzado una excelente posición en su empresa antes de dar el salto y crear la suya propia y que, aunque tenía pareja –escuché fingiéndome distraído- no se había vuelto a casar. Por lo visto viajaba mucho, a destinos lejanos, y su vida ajetreada apenas si le permitía mantener contacto con unos pocos buenos amigos. Tentado estuve de preguntarle a aquel invitado cómo diablos sabía él tanto de mi ex-esposa pero me contuve y dejé que el tema se apagara por si solo mientras sonreía como buen anfitrión.

Cuando al final de la velada, todos nuestros amigos, incluido el portador de aquellas noticias, cogieron el ascensor o bajaron ruidosamente las escaleras, cerré la puerta de casa y respiré hacia dentro. Insistí en que dejáramos la mesa y los platos como estaban y nos fuéramos a dormir cuanto antes. No quería que mi mujer notase mi desconcierto y apagué la luz enseguida. Y sólo en la oscuridad, consciente de que no era observado ni analizado, pude al fin relajar mi rostro y decirme a mi mismo –con sinceridad absoluta- lo que sentía.

Más allá de la vana envidia, por otra parte ligera, de aquella vida excitante y viajera que al parecer llevaba mi primera esposa, o de la obviedad de preguntarme cómo hubiera resultado la mía de haber seguido casado con ella, había algo que me molestaba más profundamente, que me hacía sentir decepcionado, pero no con nadie en particular, ni siquiera con mi propia vida o el rumbo que había tomado, sino más bien con la…-¿cómo decirlo?- la “unicidad” del destino, la certeza de que la vida es sólo una y que el camino escogido, para bien o para mal, excluye –salvo en sueños- a todos los demás.

jueves, 24 de septiembre de 2009

De lo útil

Ayer al mediodía, en una agradable comida, conversaba con mi compañero Elu sobre el trabajo y nuestros pasados laborales antes de entrar en Aena. De esta forma vino de nuevo a mi memoria la experiencia que supuso mi primer trabajo y que, algún tiempo después, plasmé en un pequeño ensayo, "De lo útil", que salió publicado en la ya extinta revista "Quanto" de mi facultad, en la primavera del 2001 o el 2002, ya no me acuerdo.


De lo útil



Quizás la Biblia se equivoca y trabajar no fue nunca un castigo impuesto a Adán sino algo que él mismo eligió. Quizás no hubo manzana ni tentación, ni trampa ni cartón, sino sólo un deseo de abandonar la rutina maravillosa del paraíso a cambio de una justificación de la propia existencia: si durante años Adán deambuló descalzo y ocioso por prados verdes e infinitos, rodeado de abundancia y placeres que le eran entregados sin más, ¿ acaso no es posible que en algún momento se preguntara “¿Para qué me creo Dios?, ¿qué utilidad reporto yo?, ¿qué lugar, qué misión, tengo en este vergel? ” ?. Y tal vez, sólo tal vez, decidió hallar la respuesta a través del sudor de su frente.
Esta idea pudiera parecer absurda a la mayoría, pues no en vano la leyenda bíblica persiste y son pocos los que hoy en día no piensan en el trabajo como en una verdadera maldición. Obsérvese, sin embargo, que al hablar de trabajo no me refiero a la simple ocupación de las manos o el intelecto, ni a la mayor o menor satisfacción que de dicha ocupación pudiera derivarse. Hablo, señores, de la sensación magnífica que produce “tener trabajo”, tener un empleo, una responsabilidad,…y hablo —desde luego— del fenómeno opuesto: de lo que significa no tenerlo, de la angustia de la desocupación, el desempleo, la ausencia de responsabilidades que subyace como auténtico mal en la vacía extensión del tiempo libre. Se disfruta de la ociosidad sólo cuando ésta no es gratuita, cuando deviene de la realización de un trabajo o un esfuerzo, cuando es merecida o se ha obtenido por meritos propios, como unas vacaciones. Fuera de eso, el tiempo libre se vive con una ausencia total de imaginación, de perspectivas, se vive incluso con una molesta vergüenza, como les ocurría a algunos de mis amigos cuando acabaron la carrera: después de toda una vida dedicada a los estudios, ocupada siempre por estos, ahora, al terminar y comenzar a buscar trabajo, mientras esperaban con ansiedad esa llamada, esa entrevista que no llegaba, se sentían aturdidos por la inactividad, el tedio de sus nuevas vidas. Apenas hacían nada durante el día, sólo enviar alguna carta, releer sus propios curriculums o el periódico de la mañana en busca de ofertas. Los días para ellos volaban y cuando te los encontrabas por la calle y les preguntabas qué tal, bajaban azorados la cabeza, como si llevaran a cuestas la vergüenza de su ociosidad, una moderna flor de lis, una letra escarlata que les recordaba a ellos y a los demás que no hacían nada de utilidad. Porque el hombre —y aquí vuelvo a mi hipótesis de Adán— necesita trabajar, necesita sentirse útil a si mismo y a los demás, necesita crear, desarrollar, producir,…llamémoslo por ahora, sin mayor pretensión, “deseo de utilidad”.

A finales del otoño pasado también yo me sentía así. Todavía lejos de acabar la carrera, había visto durante todo ese año cómo mis amigos, mi novia, mis compañeros, uno por uno, acababan sus estudios y comenzaban a trabajar, se volvían “útiles” al fin, como gusanos de seda que salieran de sus capullos convertidos en mariposas capaces de volar. Yo, en cambio, me veía varado en una playa solitaria y desierta, todavía incapaz de zarpar pero deseando adentrarme en alta mar: sentía, como ya he dicho, un tremendo “deseo de utilidad” y, así las cosas, me decidí a enviar un único curriculum a una empresa de meteorología, mi especialidad. Tuve suerte, la empresa en cuestión, METEOTEMP, concertó con halagadora prisa una entrevista en la que pudieron comprobar que me desvivía por trabajar, máxime en una empresa como aquella que se dedicaba a la creación y difusión de partes meteorológicos y que aunaba —recuerdo que pensé— mis conocimientos de física atmosférica y mi gusto, antiguo ya, por la redacción. El trabajo era a jornada parcial, cuatro horas que me permitirían volver a casa a estudiar y no dar por perdidos los exámenes de febrero. No, se lo aseguro, no estaba muy bien pagado pero yo tenía tanta, tanta ilusión, …¿comprenden?. En seguida empecé a trabajar.


Me es difícil describir la alegría que experimenté durante aquellos primeros días. En casa todo eran sonrisas, mi padre parecía al fin orgulloso de mi, me trataba con un respeto nuevo, desconocido, como el que debe corresponder —imagino que piensa él— a un hombre adulto, hecho y derecho. Mis amigos me felicitaban por teléfono o por correo electrónico, expresando tímidamente la envidia que sentían, y mi novia presumía con sus amigas de lo mucho que me esforzaba, sin que le importara admitir que lo hacía por poco dinero, pues eso tal vez enaltecía mi condición como trabajador.
Yo, por mi parte, salía cada mañana de la cálida y oscura boca de metro de Callao hacia la luz intensa y radiante de aquellos soleados y fríos días de diciembre y, una vez fuera, se me henchía el pecho y el alma misma al comprender mi nueva situación, como un hombre que inicia una aventura o elige de pronto caminar en una dirección de final incierto. A veces me quedaba quieto un segundo, absorto en mitad de la plaza, aprisionado por la excitación casi provinciana que me trasmitían los coches y el bullicio de la gente a mi alrededor, la actividad continúa de la Gran Vía, los grandes comercios, los cines, las aceras manchadas de sol... y miraba a toda aquella gente, caminando deprisa hacia sus propios trabajos, y me sentía parte de un enorme conjunto, plenamente integrado en la sociedad. Al fondo, a través de la neblina matinal que todavía enturbiaba la calle Preciados, se dibujaba la sombra fantasmal del viejo reloj de la Puerta del Sol pero yo giraba a la derecha, hacia Santo Domingo, dónde se ubicaba mi puesto laboral, y caminaba hasta allí contento, feliz, con el rostro trasformado por una emotividad desconocida.

Todo aquello, sin embargo, cambió. En la entrevista, mi jefa, la señorita Silvia Apellidos, me había explicado que mi trabajo consistiría en ayudar al meteorólogo de guardia, dibujar mapas y redactar informes para distintos medios de comunicación. La verdad es que durante el tiempo que trabajé allí jamás redacté algo en la forma en que yo hubiera deseado, todo eran prisas y la calidad escrita de los informes no contaba. Mi mejor valor, mi capacidad para redactar, quedaba así malgastado. Tampoco mis conocimientos de meteorología, aunque todavía escasos, eran utilizados, todo intento por mi parte de aplicarlos era suprimido en aras de una mayor rapidez y muy pronto empecé a sentirme allí como un autómata, como un robot, peor aún, como un mono. Es curioso: yo tenía un empleo, pero no me sentía más útil que cuando carecía de él.
Fuera, sin embargo, la gente seguía preguntándome por mi nuevo trabajo, felicitándome, ignorando la mueca en mi rostro o la rapidez con que yo cambiaba de tema cuando insistían. Y es que yo nunca hablaba de mi descontento, supongo que sólo quería seguir disfrutando del orgullo de mi padre, del de mi novia, de la mirada satisfecha de mi tío o el reconocimiento de mis primos, aferrándome a todas las cosas buenas que sí me había granjeado ese empleo, desde tener mi propia tarjeta de la seguridad social a la satisfacción de poder invitar a copas a los amigos.
Del trabajo salía cada día tarde, cansado, confundido. Teniendo en cuenta mis estudios, yo había firmado una jornada parcial de cuatro horas, pero detrás se escondía una avalancha de trabajo que era imposible realizar en menos de seis. Por supuesto me quedaba más horas de las que me tocaban, siempre bajo la responsabilidad de que —tal y como decía mi jefa— lo que no hiciera yo tendría que acabarlo otro ese mismo día, alguno de mis compañeros, que bastante tenían ya. Y era cierto, allí todos estaban sobreexplotados y a consecuencia de ello todos tenían mala cara o estaban amargados, con la excepción de Sara ( gracias por tus sonrisas Sara ) y el bueno de Jesús. Sin embargo nadie habló jamás de la necesidad evidente de contratar a un empleado más, la empresa se lo ahorraba. Así la presión fue en aumento, el trabajo también, y el día en que, con los exámenes ya muy cerca, decidí marcharme a mi hora, tuve que enfrentarme a mi jefa, a sus ladinas artimañas psicológicas y finalmente a sus amenazas de despido. Sin duda fui entonces lo bastante explícito en mis argumentos, porque al día siguiente alguien, no ella misma, me hizo entrega de una carta de despido.
Y sí, —lo confieso— recuerdo las mañanas soleadas de enero y diciembre con nostalgia de paraíso perdido, de un tiempo maravilloso que se escapó con todo su esplendor. Pero también es cierto que así me ocurre a mi con todo lo que ya pasó, con los tiempos pretéritos, con el pasado y su naturaleza irrecuperable por definición.


Quizás quieran saber ustedes qué he aprendido. He aprendido que a veces ocurre que no encontramos la llave que abre la puerta del mundo. A veces ocurre que no gira en la cerradura, que se atora sin remedio y cae al suelo entre los dedos nerviosos y entorpecidos. Y a veces, también, el deseo de cruzar el umbral de esa puerta nos lleva a sobrevalorar lo que hay al otro lado.
¿Y quieren saber qué opino ahora del “deseo de utilidad” y De lo Útil ?. Si fue Adán quien eligió, si trabajar no fue como dicen un castigo de Dios, estoy de acuerdo con su elección. Eligió trabajar porque el hombre tiene esa necesidad. Sí, necesidad en todos los sentidos. Pero trabajar no es vivir, y nuestro “deseo de utilidad”, nuestro deseo de sentirnos útiles, no debiera nunca llevarnos a pensar que existimos exclusivamente para producir, hay demasiada gente dispuesta a aprovecharse de eso. Es al revés señores, producimos para poder vivir, para sentirnos útiles también, producimos para volver a casa y dar un tranquilo paseo con nuestra novia, para jalear a nuestro equipo de fútbol, para leer un libro exquisito junto a la ventana empapada o tomar una caña en un bar con ese amigo al que una desconocida volvió a despechar.Yo creía que sentirse útil consistía en tener un trabajo, en ser productivo, un bien valioso para la sociedad. Pero estaba equivocado. Sentirse útil pasa por hacer valiosos tus talentos y virtudes naturales, por desarrollarlos con ilusión cada día. Yo estudio física y disfruto con muchas de las asignaturas, pero supongo que ante todo, en mi fuero interno, soy un creador, un escritor. Y algunas noches, en la oscura intimidad del asiento trasero de mi coche, mi novia, casi dormida en el hueco de mi hombro, aprovecha un largo silencio para preguntarme en qué pienso. Creo que la última vez le dije, un poco jocoso: “ Pienso en bisontes y ángeles, en el secreto de los pigmentos perdurables, en los sonetos proféticos, en el refugio del arte ”. Supongo que ella no reconoció en esas palabras el último párrafo del Lolita de Nabokov, pero es igual, porque seguro que sí entiende que forman parte de mi, como todas las cosas que he leído o escrito. Por eso sonríe divertida, igual que sonrío yo cada vez que encuentro un cabello suyo, rubio y largo, entre mis ropas.

martes, 25 de agosto de 2009

Tormenta de verano

Aunque cualquiera diría que aún es pronto para afirmarlo, esas manchas nubosas en el horizonte, esos vientos súbitos, traen consigo el final del verano.
La atmósfera está ya demasiado caliente, contiene demasiada energía, acumulada durante los límpidos días azules de estos últimos tres meses. Es hora de la descarga, de esas lluvias tórridas que no refrescan nada, de goterones grandes y calientes como las aguas de una piscina nocturna.

Para mí es uno de los mejores momentos del año pero, como todo cenit, es también el preludio de un descenso, de un sol que ya se aleja y unos días cada vez más cortos. Y hay algo de pérdida irremisible en esos días.
En una madrugada de finales del verano de 2002 escribí uno de esos microrelatos de los que tanto abusaba entonces y que formaba parte de un cuarteto dedicado a las estaciones. En principio es un pequeño relato sobre el placer de la lectura, dedicado a esos libros estivales que recordamos luego toda la vida, pero creo que también contiene -y ahora que estoy lejos de allí me doy perfecta cuenta- una esencia de Madrid, del Madrid despoblado, seco y caluroso, que aún vacío subsiste en el centro de la península antes de que su población ingente regrese de las playas conquistadas y arrasadas del Levante. Espero sinceramente que os guste.


El verano

Fue un verano tórrido. Las mujeres caminaban medio descalzas, con vestidos de tela suave y etérea, y los hombres sudaban en sus camisas y se abrían sofocados los primeros botones de la pechera. Entre el canto de las chicharras, el asfalto se fundía en las avenidas, los árboles no daban sombra y las calles se quedaban a media tarde desiertas, vacías. Y aunque las tormentas eran frecuentes, incluso la lluvia que caía entonces era tibia, y el calor volvía luego con más fuerza que antes.
Aquellas tormentas estivales llegaban a veces de madrugada, en mitad de la calma y el bochorno y cuando eran los grillos, y no las cigarras, quienes cantaban. En noches como aquellas, incapaz de dormir, yacía en mi cama destapado y semidesnudo, con la pequeña lamparita encendida sobre un libro. Y entre página y página llegaba hasta mi el siseo de los aspersores del jardín, hasta que por encima de todos los demás susurros nocturnos se escuchaba de pronto el bramido de un trueno lejano. Como asustados, los grillos del jardín callaban. La noche quieta, el tiempo dormido y yo despierto, leyendo mi libro.
En el silencio recién creado una suave brisa mecía los visillos de mi cuarto, junto a la ventana abierta, y un aire cálido y húmedo se colaba en la habitación con su promesa de agua y el leve aroma de una tierra distante y mojada. Y entonces comenzaba a oírse el viento, silbando entre las fachadas de los edificios, aullando como un loco que ha escapado a su encierro. Soplaba sobre el mundo como un preludio a la tormenta y agitaba vigoroso a su paso las hojas de los árboles cimbreantes, batiendo también los toldos de las terrazas y balcones que no habían sido alzados a la puesta del sol y que ahora temblaban y chirriaban, débilmente sujetos a sus goznes de metal. El fragor de los truenos se acercaba, rompían tan cerca que a veces los cristales de las ventanas y los adornos de las estanterías vibraban y, en la breve quietud que reinaba entre un estruendo y otro, se oían puertas que, empujadas por poderosas corrientes, se cerraban de golpe en el silencio oscuro y vacío de apartamentos colindantes.
No recuerdo la madrugada exacta, pero sí que fue en una de esas noches, mientras esperaba la lluvia ardiente, que leí la historia olvidada de un hombre que dormía de día y leía de noche.

viernes, 31 de julio de 2009

A Madrid por el Paso del Suroeste


Ver A Madrid en un mapa más grande

A Madrid va uno cuando la necesidad de afecto materno apremia, cuando un percance ha ocurrido o cuando desde la última vez ha transcurrido un tiempo excesivo. Y cualquier medio puede llevarte allí, pues en Madrid acaban todas las rutas aéreas, todas las líneas de ferrocarril. Diríase que todos los caminos conducen allí, y más si eres un expatriado, un prófugo o, como dice la canción de Sabina, un fugitivo.

En mi caso, viajaré esta vez al centro de la península por motivos personales, quiero darle un abrazo a alguien y decirle que la tierra no se hundirá bajo sus pies. Pero antes he de llegar allí y para ello he escogido la ruta más larga, el camino más tortuoso pero también el que tiene un mayor valor iniciático. Porque eso debiera ser todo viaje, un descubrimiento, una aventura, un temblor en nuestra rutina que sacuda los sentidos. Y todo lo demás debiera llamarse “traslado”, porque no pasa de ahí.

Mañana por la mañana, pertrechado con mi cazadora de verano y un pequeño equipaje, me calaré el casco, las gafas de sol y saldré del garaje con mi motocicleta dispuesto a abrir el que yo llamo, irrisoriamente, el Paso del Suroeste: una vía que hipotéticamente une Barcelona y Madrid siguiendo una línea recta. Esto implica atravesar por carreteras comarcales las provincias de Barcelona, Tarragona, Teruel y Guadalajara, con lo que espero encontrar -imagino que no dragones ni damiselas- pero sí hermosos parajes, ríos, valles, montañas y llanuras infinitas de nubes sombreadas. Espero ver las vides con su fruto perlado dorándose al sol, encinas solitarias y colinas sembradas de girasoles a ambos lados de la carretera. Llevo conmigo mi cámara y no perderé ocasión de detenerme donde una postal me lo pida.
Sí, mañana tengo un viaje, a Madrid.

jueves, 7 de mayo de 2009

Primavera

Hace ya bastantes primaveras que escribí este “micro-relato” que formaba parte de un cuarteto dedicado a las estaciones y que si no recuerdo mal salió publicado en uno de los últimos números de la revista de la facultad. Desde entonces, la llegada de esta estación y el asentamiento de los primeros días reales del buen tiempo siempre me lo recuerdan, quizás últimamente con más fuerza puesto que este diminuto relato, esta escena, con su escueta ambientación y su fotografía, tienen para mí algo del Madrid que más echo a faltar.


La primavera

En cierta ocasión, un amigo me relataba en un bar el encuentro fortuito que tuvo con una chica a quien él profesaba un amor desmedido. Me habló de cómo una mañana la vio salir de un portal, por casualidad, y la paró, de cómo hablaron largo rato varados en la acera, a la sombra de unos árboles de primavera, y también me contó, entre cerveza y cerveza, cómo fue que la conoció, cómo que empezó a amarla y por qué razón. Me confesó que algunos días podía charlar con ella animadamente y, muchos otros, sintiéndose triste o alicaído, era incapaz de decirle nada por miedo a que ella no le encontrara entretenido. Aquel día, a la salida de aquel portal, ella sonreía y le escuchaba divertida, se pasaba de vez en cuando los dedos por el cabello castaño, suavemente acariciado por una ligera brisa y, entre risa y risa, respiraba profundamente dentro de su blusa entallada. Mas al poco ella miró su reloj, distrajo su atención hacia el final de la calle y agitó el brazo en dirección a un coche rojo que vino a detenerse junto a ellos. Del coche salió un muchacho apuesto y bien vestido que, una vez hechas las presentaciones, la tomó de la mano y se la llevó.

Miré a mi amigo por encima de mi cerveza, sin saber bien qué decir. “ ¿ Sabes ? -me explicó por encima de la suya con ojos lacrimosos que yo no sabía si atribuir al alcohol o a su corazón lastimado- lo peor de todo es que aquel día estuve brillante ”.

domingo, 5 de abril de 2009

Origen de la memoria


A través de un viejo compañero del colegio que me encontró recientemente en esa macro-indiscreta base de datos que es Facebook, me llega, 27 años después, esta fotografía que ni la memoria más persistente hubiera podido o sabido retener. O eso pensaba.
Porque nada más recibirla, mientras calculaba mentalmente el año en que fue tomada y obtenía un sorprendente 1981, empecé a recitar en un murmullo, uno a uno y sin ningún atisbo de duda, los nombres de todos esos niños y niñas, de sólo 6 o 7 años, que fueron mis compañeros en 1º de EGB.

Y de pronto no son sólo los colores desvaídos de esta imagen de los 80, como el sepia de las fotos del siglo XIX, los que me recuerdan aquellos años de escuela, sino cada rostro y cada historia impresa en él, cada apresurada carrera hacia el patio, al terminar la clase de la mañana, cada partida de chapas o de canicas, cada sonrojo ante una de aquellas niñas a las que escandalizaban nuestras palabrotas, en una época en la que los meses transcurrían lentos como eones y cada día era una aventura eterna.

No sé si mis allegados me reconocerán. Tercera fila, arriba, en el centro, con un estrambótico jersey a rayas horizontales por el que mañana mismo exigiré explicaciones a mi madre. A mi izquierda, bajito y con su largo tupé, está mi mejor amigo de entonces, Ángel Luis Arévalo, con quien compartía una sensibilidad y una visión estética y enriquecedora del mundo que cambié, como cromos de fútbol, por la amistad de otro chico más popular y que luego resultó ser uno de esos falsos líderes a los que todos hemos seguido por error alguna vez. Ángel Luis abandonó la escuela pocos años después, porque su madre, que se había vuelto a casar, se mudaba con su nuevo marido a Albacete, y yo, con esa crueldad ciega de la que sólo son capaces los niños, vi llegar y pasar el día de su marcha sin despedirme siquiera de él.

En la primera fila, la de más abajo, casi en el extremo de la fotografía, está María del Mar Díaz Ruiz. Esa niña menuda, de cabellos rubios y rizados en bello contraste con su chándal azul, fue, como se suele decir, mi primer amor, y, como casi todos los que tuve después, más platónico que correspondido. Cuatro cursos más tarde sus padres la cambiaron de colegio y eso me produciría la primera experiencia sentimentalmente dolorosa de mi vida. Aún hoy no me atrevo a valorar cómo influyó eso en mi actual forma de ser o incluso de escribir pero sí recuerdo que muchos, muchos años después, caminaba por la acera con un amigo de la universidad cuando tropecé con su rostro, de la misma belleza que yo recordaba, y bajé la cabeza fingiendo no haberla reconocido. No se si eso prueba que soy un cobarde, pero sí desde luego que podemos ser de adultos infinitamente más estúpidos que de niños.

No puedo dejar de escribir tampoco sobre la chica de blanco junto a María del Mar, de nombre Nadia Blázquez, pues con ella llenaría el hueco que años antes dejara su amiga y compañera. Nadia era de esas chicas cuyas condiciones en la vida -padres separados, algún que otro problema en casa- volvían excepcionalmente madura para su edad. Mientras los demás pedíamos permiso para volver a casa más tarde de las 8, ella ya cogía el metro sola y vivía sin limitaciones ni horarios. Me enamoré de ella en la fiesta de su doce cumpleaños, mientras bailábamos abrazados con la música de Eros Ramazzoti, en el salón de su casa, y ese mismo año tuve con ella mi primera cita, si bien estoy seguro que ella no la consideró nunca como tal, pues acudió en compañía de un libro que no dudó en decirme que traía por si se aburría. Salimos algunas veces más durante aquella primavera de interminables huelgas del profesorado en las que los alumnos vagábamos sueltos y libres por la ciudad, sentándonos en bancos de calles tan lejanas de casa y del colegio como nuestro temor a lo desconocido y a una invisible frontera nos permitía descubrir.
Nadia era preciosa pero yo nunca me atreví a tomarla siquiera de la mano, aunque lo deseara fervientemente cuando, al cruzar una calle o esquivar al gentío de una acera atestada, nos rozábamos levemente. No fue hasta el año siguiente que supe, por uno de esos amigos envidiosos, que ese mismo verano en que yo soñaba con rozar su piel ella retozaba ya sobre la hierba de una piscina municipal con uno de aquellos chicos nuevos y malotes que habían entrado ese año en el colegio. No me sorprendió tanto enterarme de aquello como descubrir lo que implicaba: que se había acabado la inocencia, que entrábamos todos, yo el último como siempre, en la adolescencia.

Finalmente -se lo debo a ella y a mi mismo- en el extremo derecho de la segunda fila está Diana. Era de esas chicas atractivas pero algo rellenita que terminaba siendo la confidente de todos los chicos antes que la causa de sus desvelos. No sé cómo llevaba ella eso, egoístamente nunca se lo pregunté: yo le hacía depositaria de mis secretos “Me gusta María del Mar” -le decía- pero nunca le preguntaba sobre los suyos. A veces tenía la sospecha, contrariado, de que era yo por quien ella suspiraba. La amistad de nuestras madres y la proximidad de nuestros hogares nos convirtieron en muy buenos amigos y siempre volvíamos a casa juntos, arrastrando a nuestros hermanos pequeños y cotilleando sobre los compañeros de clase.
Cuatro años después del instante en que aquí la veis retratada, cuando contaba tan sólo diez años de edad, su casa saltó por los aires al explosionar el gas que debido a una fuga se había ido acumulando en las escaleras del edificio durante horas, horas en las que seguramente ella y yo corríamos por el patio o volvíamos contentos a casa desde el colegio, y que detonó esa tarde bajo la presión del dedo inocente de un cartero que llamó al portero automático. Ella fue la única víctima mortal. Y el resto de su familia vivió para llorar su muerte y rozar la locura y abandonar para siempre aquel barrio y aquella escuela que yo ahora me empeño en recordar.

Es increíble. Miro de nuevo la foto y la veo realmente como un almacén de la memoria, el origen de tantas historias, no sólo la mía… Como dice esa tremenda película de Sergio Leone: “Conoces a los ganadores en la línea de salida”. Sí, pero también a los perdedores, y a los que no serán ni una cosa ni la otra, que son la mayoría y que seguramente siguen hoy con la multiplicidad y complejidad caleidoscópica de sus vidas, vidas que se extienden y se ramifican a partir de esta simple fotografía.

Profesora Iciar, Raquel, Blanca, Alicia, Ángel Luis, Pablo, Eduardo, Juan, Oscar, Daniel, MariPaz, Alicia, Helena, Olga, Rodrigo, Mónica, Nuria, Alejandro, Marcos, Fernando, Ignacio (Nacho), Miguel Ángel, Diana, Nadia, María del Mar, Ana, Inés, Diego, Israel, Encarna, Carlos, Alberto y Víctor, desde estas líneas yo os recuerdo y os honro a todos, a los que aún vivís y a los que ya no estáis, sois parte de la memoria, de mi memoria, única depositaria de lo que he sido y aún debo ser, hasta el día en que yo mismo exista sólo como eso, como fotografía, como origen de otra memoria.

viernes, 6 de marzo de 2009

Estic malalt: dolor y enfermedad


Así es, enfermo. Otra vez mi estómago, como no. En la que empieza a ser una rutina de mis días (y mis noches), al menos cuatro veces al año cojo una buena gastroenteritis, alguna clase de infección estomacal, un cólico o una indigestión que se complica y me hace expulsar las entrañas durante horas para dejarme luego postrado y febril durante dos o tres jornadas, a veces laborables y otras, para mayor escarnio, festivas.

La debilidad de mi estómago se ha ido haciendo patente desde mi juventud y ahora que empiezo a entrar en eso que llaman la mediana edad se reafirma como uno de los males, junto a los dolores de espalda, que prometen hacerse endémicos y propios, íntimamente personales, y que serán seguramente quienes me den guerra sin cuartel en la vejez.
Con el tiempo aprende uno a sobrellevarlos con cierta dignidad, salvo tal vez por el absentismo laboral que provocan y que siempre me ha causado algo de vergüenza, no tanto porque piense que cabe aún hacer algo con este estómago mío como por el hecho de comprobar que a ningún otro compañero le ocurre, lo que establece una comparación tan ridícula como pusilánime en la que lucho en desventaja.
Quizás lo que más me fascina (“fascina”, por dejar de usar palabras derrotistas, ahora que ya cedió la fiebre y he probado mi primer y delicioso trozo de pan tostado), es comprobar que mientras se halla uno inmerso en estos episodios de dolor y enfermedad, incluso cuando son tan efímeros como una noche de continuados vómitos biliares, puede uno prometer y de hecho promete lo que haga falta, se arrodilla ante dioses en los que no cree y jura erigir monumentos colosales a quienes sostienen nuestra mano o nuestra frente cuando esta se inclina o se introduce por completo en la blanca vacuidad del inodoro. Todo, lo daríamos todo, con tal de que el dolor o la nausea desaparecieran, y no puede uno creer entonces, mientras el esófago arde y se contrae, que el final de ese padecer esté cerca, que en realidad no vayan a ser sino unas pocas horas de sufrimiento, tras las cuales todo lo prometido, todo lo escrito en este párrafo incluso, parecerá exagerado.

Pero sin duda, si he de quedarme con alguna conclusión de estas últimas 48 horas, el perfecto candidato sería ese ya familiar momento, entre arcada y arcada, en los que la enfermedad nos da un respiro, un alivio, una muestra de piedad, y se detiene uno a pensar en lo maravilloso y a la vez milagroso que es realmente el estado opuesto a aquel en el que ahora está: el de la salud, el de los otros 350 días del año que pasamos en perfecta y equilibrada armonía con el mundo, sin una fiebre, sin un vómito, sin un dolor, y que nunca, nunca, llegamos a apreciar y agradecer lo suficiente.
Así que ahora, mientras digiero el mendrugo de pan de esta mañana, mientras empiezo a pensar en las tareas que tengo por delante, en ventilar la habitación, en la posibilidad de una ducha larga y caliente que acabe con la quema de mi actual pijama, en recuperar, en definitiva, la vida que el miércoles dejé en suspenso, doy gracias a los astros y a los dioses, reales e inventados, por concederme la salud y la dicha de un cuerpo que puede olvidar y desdeñar la enfermedad el 95,89% del tiempo que pasa en este mundo, para concentrarse en la salida del sol, en el desorden de mi casa, en el libro que estaba leyendo, en el protocolo NTP, en los tímidos inicios de la primavera.

lunes, 2 de febrero de 2009

Esta imagen, aquel momento


Dios, resulta tan difícil precisar. ¿Fue en el verano de 1996 o en el de 1997?. La verdad es que tampoco me importa demasiado. En aquellos primeros años de carrera, mis compañeros de Físicas y yo tomamos la costumbre de buscar siempre algún tipo de pequeña aventura al finalizar los exámenes de junio. Aquel año, con julio en ciernes, un grupo mixto de nueve o diez hicimos nuestra primera escala en Fuente De, al sur de los Picos de Europa. La idea era cruzar el macizo de sur a norte para alcanzar el llano y acabar bañándonos en las aguas azul oscuro del Cantábrico. No lo conseguimos, aquellos viejos glaciares eran difíciles de sortear, alguno pensó incluso que no saldría de allí y tuvimos que retroceder… pero esa es otra historia.

En uno de aquellos primeros momentos en los que todo era novedad y diversión, mi amiga Noemí tomó esta instantánea de mí, de mi yo de entonces. Ahí estoy, con mi viejo polo del equipo de tenis y unos ridículos shorts, literalmente entre la tierra y el cielo, en la que parece ser la cúspide del mundo. La imagen, aún siendo ésta una reproducción digital de un negativo de los de antes, conserva su esencia, su materia no gráfica, esa milagrosa e irreverente proximidad con la persona fotografiada que en otro tiempo hizo temer y creer a los pueblos indígenas que aquellas imágenes planas capturaban y robaban una parte de sus almas. Miro la fotografía y pienso que en mi caso así fue: una parte de mi alma está contenida en la sonrisa, y otra en el guiño de los ojos, heridos por el sol. Y todo el conjunto me resulta tan evidente y a la vez tan inexplorado como la tierra que subyace allá abajo, tan profundo como el cielo que se extiende detrás, tan misterioso como el destino del tiempo que ha trascurrido desde entonces.

domingo, 25 de enero de 2009

Viento del Oeste

En la península ibérica y por extensión en toda Europa Occidental, desde tiempos anteriores a las primeras culturas del Mediterráneo, la meteorología se ha caracterizado siempre por un trasiego periódico de frentes (siempre en pareja, primero uno cálido, luego otro frío) asociados a borrascas que se desplazan en la dirección de los vientos de latitudes medias, es decir, de oeste a este (en realidad, siguen el sentido de rotación de la Tierra, ya que en última instancia esa es precisamente su causa). Así que desde los primeros hombres de la prehistoria a los actuales meteorólogos, pasando por los campesinos del medievo, todos han mirado siempre hacia el oeste en busca de los cambios del tiempo.

Aunque siguiendo una dirección común, cada borrasca tiene su configuración isobárica propia y la que ha rozado el norte de España en las últimas 48 horas era una depresión especialmente profunda (por debajo de 980hPa en superficie) y que se hallaba “comprimida” por altas presiones desde el sur, acortándose el espacio entre las isobaras y disponiéndolas en línea recta, como trazadas con la regla de un escolar, a lo largo de cientos de kilómetros (si las isobaras hubieran sido curvas, aún con mayor gradiente de presión, los vientos que las siguen se habrían frenado por una cuestión inercial).

Los errores en las predicciones meteorológicas son con frecuencia el blanco de muchas y airadas críticas, a menudo por personas que olvidan mencionarlas cuando sí aciertan, que son la mayor parte de los días de nuestra vida. A diferencia de lo que en ocasiones puede ocurrir con otros fenómenos meteorológicos que se producen o alcanzan su máximo desarrollo en un corto espacio de tiempo (como las temibles y legendarias galernas del Cantábrico) o los que afectan a pequeñas extensiones de terreno (como la gota fría del Mediterráneo), esta última borrasca, su configuración isobárica, su potencia, había sido ya anticipada. Estaba en la página de la Agencia Estatal de Meteorología, estaba en los telediarios y en varios periódicos. La pregunta entonces es, ¿por qué 48 horas después estamos lamentando la muerte de 12 personas, incluyendo 4 niños, a causa de este temporal? La respuesta, en mi opinión, es una mezcla de las palabras incredulidad, indiferencia e inacción.

Cuando vivía en Carolina del norte, Estados Unidos, era relativamente común la formación de tornados (no tanto como en Kansas y el centro del país, ¿verdad Dorothy?). Un tornado es un fenómeno local, ni siquiera mesoescalar, y es virtualmente imposible averiguar dónde y en qué momento se va a originar o hacia donde se dirigirá una vez formado. Sin embargo, sí se conoce la situación atmosférica que antecede la formación de tornados, y en Estados Unidos, cuando ésta es detectada, la radio, la televisión y todo medio de comunicación que radie en la zona afectada, interrumpe su retrasmisión, olvida los lucrativos anuncios, y comienza a repetir continuos y cansinos mensajes de alerta a la población. Los más temerosos de los oyentes (como yo aquel día que estaba solo en casa) acaban metidos en la bañera y cubiertos de cojines hasta arriba, mientras que los menos precavidos continúan haciendo zapping en el salón. Lo que no hacen de ninguna forma los rudos hombres de aquel país es subir en ese momento a retirar la hojarasca seca de las canaletas obstruidas del tejado. Todo el mundo suspende sus actividades: en los colegios suenan los timbres fuera de hora y los chavales corren ordenadamente a refugiarse en el sótano de la escuela, y en su casa las bellas divorciadas y su american beauty dejan de lado ese día la jardinería, abandonando la poda de sus orquídeas, para refugiarse en el interior de su aséptico hogar.

En España tuvimos suerte, lo peor del temporal ocurrió de noche y en las primeras horas de la mañana de un sábado, mientras la población dormía o se desperezaba lentamente. De haber sido un martes a las siete de la tarde, 4x12 habrían sido las muertes causadas. Pero de nuevo, ¿hay culpables?, o mejor planteado, ¿podrían haberse reducido las calamidades?, ¿quién podría haberlas reducido?

Este país es geográficamente privilegiado: vivimos en latitudes medias, de temperaturas suaves todo el año, lejos de las latitudes tropicales que a veces envidiamos pero que sufren tres o cuatro veces por año el envite de los huracanes, lejos de los monzones y sus inundaciones, incluso lejos de peligrosos bordes tectónicos que causan seísmos y tsunamis. Sí, tenemos suerte, y la valoremos o no, lo cierto es que estamos acostumbrados, y el anuncio de fenómenos naturales o meteorológicos adversos nos provoca asombro, curiosidad o incredulidad antes que temor. Esto nos ocurre también porque no somos objetivos: mientras acudimos al trabajo una mañana de lunes o encendemos la tele un viernes por la tarde nos preocupa el tráfico o si retransmitirán el partido, pero no estamos midiendo peculiares vientos de 180 Km/h en el Atlántico, ni observando una boya-sonda subir y bajar 12 metros sobre el nivel medio del mar. No, nosotros no, pero el Estado sí.




Un Estado responsable, uno que recuerde que es su tarea garantizar la seguridad de su población, que por esa razón crea y mantiene con el dinero de todos un ejército, que presta fondos al desempleo, que garantiza los depósitos bancarios o prohíbe la conducción bajo los efectos del alcohol, no puede cometer la torpeza de no estar atento a fenómenos naturales que generan victimas mortales como los de estos días. Y más aún teniendo a su disposición una Agencia Estatal de Meteorología (AEMET) cuya máxima, como reza su página web, es “contribuir a la seguridad de personas y bienes”.


Para un Estado responsable, la primera actuación habría sido alertar a la población, difundir al máximo la alarma constatada por la AEMET. No basta con sacarlo en el telediario justo detrás del estreno de un nuevo musical en el teatro Apolo. Hay que inundar a la gente durante unas horas con la información para primero vencer su natural indiferencia hacia lo publicado en los medios (tanta basura y cotilleo, ¿verdad?) y después lograr que den por cierto que la cosa es seria y que existe un riesgo. Papá Estado no puede prohibir a sus hijos salir a la calle –ni yo quisiera que lo hiciera- pero puede como digo promulgar un edicto o decreto que obligue a todos los medios de comunicación, televisión, prensa o radio, a interrumpir cada diez minutos su programación y sus aburridos anuncios con un mensaje de alerta en las ocasiones en que se prevea una situación de peligro local o general para una población. Y por supuesto no puede obligar a cerrar durante seis horas a una empresa privada, pero sí actuar sobre las dependencias que son de su competencia, cerrando una carretera, un aeropuerto, un colegio, un parque infantil o un polideportivo donde los niños, de estar abierto, entrarían a jugar, ignorantes del peligro.

Por eso me crispan las declaraciones del alcalde de Sant Boi (Barcelona) que hoy leo en la prensa a propósito de la muerte de cuatro niños que se entrenaban en un pabellón deportivo de esa localidad y que se derrumbó bajo la fuerza del viento. Sobre todo cuando el propio alcalde basa su exculpabilidad en un edificio bien construido que se vino abajo a acusa de un “viento extremo, tal vez un tornado”. No sé hasta que punto podrá el Sr.Alcalde de Sant Boi conseguir testigos o convencer al Servei Meteorologic de Catalunya para que diga lo contrario, pero mucho me temo que las condiciones de ese día eran de todo menos propicias para un tornado. Lo que estaba ocurriendo había sido avisado, previsto, una borrasca especialmente intensa atravesando el norte de España, sólo eso y nada menos que eso, y el desastre no lo produjo un tornado sino la falta de información y determinación de los políticos para cerrar una instalación publica en unas condiciones de viento excepcionales.
Mientras tanto, sé de cuatro chavales de quienes puedo decir seguro que, coincidan o no, no leerán este artículo.


http://www.abc.es/20090125/nacional-sucesos/vendaval-lleva-vida-cuatro-20090125.html

http://www.lavanguardia.es/sucesos/noticias/20090124/53625938731/el-vendaval-se-cobra-siete-vidas-en-catalunya-cuatro-son-ninos-de-sant-boi.html#nuevoComent

miércoles, 21 de enero de 2009

El turno de Obama


Ayer tarde, después del discurso de investidura de Barack Hussein Obama, escribía en el facebook de mi amigo Juan: “En eso tienes razón, mejor pragmático y trabajador que buen orador!. Aunque en su momento no quise dejarme llevar por el entusiasmo, admito que tengo la esperanza, la ilusión, de unos States distintos, que aprovechen su tremendo poderío para hacer..., no sé, tantas cosas que en el mundo están por hacer.”

Y así es. No me importa el discurso, no me importa su raza, por mí como si quiere tener tres becarias insaciables. Lo que ese hombre tiene que comprender es que ser el Presidente del país más poderoso de la Tierra es una responsabilidad que no puede circunscribirse únicamente a su enorme e imponente nación.

A menudo me ha gustado imaginar unos Estados Unidos que fomentaran y lideraran unas Naciones Unidas donde primara la democracia, donde el número de escaños de un país en ese foro fuera proporcional, entre otros factores, al número de bocas que alimentar, y donde no existiera la aberración, el tremendo absurdo, que supone el “derecho a veto”. Porque, ¿cómo se puede alabar y desear un sistema político para uno mismo y a la vez justificar y avalar su ausencia en el foro internacional?.
Luego pienso en su ejército, lo conozco bien, a los 17 años yo era un pequeño experto en armamento y a punto estuve de alistarme en las fuerzas aéreas a cambio de una beca para estudiar ingeniería aeronáutica en una universidad como Purdue. Es realmente una maquinaria imponente, en todos los terrenos, aire, mar o tierra. Una flota completa, como la Sexta, que tan bien conocemos en el Mediterráneo, tiene mayor poder de fuego que todo el ejército de algunas naciones desarrolladas (como la nuestra). ¿Se imaginan esa maquinaria liderando e impidiendo las masacres ejercutadas por caciques africanos, deteniendo guerras civiles fraticidas, apoyando a fuerzas civiles humanitarias y ejerciendo, en definitiva, no como un ejército imperialista sino como parte de una policía mundial dirigida y supervisada por un parlamento democrático en el seno de las Naciones Unidas?. Seamos sinceros: hay otras naciones que tienen una gran capacidad militar, antes Rusia, pronto China, algún día la India, pero los demás países no esperamos de ellas lo que esperaríamos de Estados Unidos. Por eso nos ha llamado siempre tanto la atención su indiferencia, su apatía e incluso su desprecio por estas cuestiones que plantean un orden mundial más justo. Sin embargo –insisto- Norteamérica ganaría tanto en prestigio, colaboración y cooperación adoptando una postura coherente con la democracia que ensalza y defiende.

Como decía antes, tengo ilusión, pero eso no significa que me haga ilusiones. Obama empezará lo primero por tomar el pulso a asuntos de índole interna. En ese aspecto, tiene cuestiones fundamentales sobre la mesa. La crisis económica es la más notoria y la más difícilmente abordable. Le siguen la sanidad, la educación y el cambio climático. En realidad todas ellas tienen un denominador común –escuche bien Sra. Aguirre- ya que en todos los casos existe en ese país un exceso de liberalismo: bolsas y mercados que rebajan o incrementan el precio de los alimentos hasta el punto de hacerlos parecer ridículos, innecesarios, o imposibles, prohibitivos, como si el mundo no necesitara comer y los repuntes de la bolsa bastaran para alimentarlo; nadie tiene la culpa –claman- ¡es la oferta y la demanda!. Una sanidad que no cubre al desempleado porque presume que en un país con oportunidades para todos nadie está sin empleo si no quiere, ¡cada cual que pague sus gastos médicos!. Una educación que se hunde lentamente -como decía el fallecido Carl Sagan- en la celebración de la estupidez, en la superstición y el Creacionismo, mientras sólo los más afortunados pueden pagarse una educación con miras más amplias, en caras y prestigiosas universidades. Y un sistema energético, derrochador como ninguno, que prefiere –porque le sale más barato, de nuevo oferta y demanda- terminar con las reservas de un combustible del pasado antes que empezar a invertir ya en la creación de alternativas limpias para el futuro. ¡Buff!, buena suerte, Mr. Marshall: sólo encauzar todo eso le llevaría a cualquiera los cuatro años de legislatura. Por eso, no creo que haya grandes cambios, todavía no, en aspectos internacionales. Sencillamente, Obama estará demasiado ocupado. Me conformo en realidad con que, gracias a este nuevo presidente y sus ideas más plurales y avanzadas, los americanos y americanas vayan poco a poco saliendo al mundo, integrándose en él, no invadiéndolo, reconociendo su diversidad y haciendo suya una historia común, planetaria, que nace en los pueblos del valle del Éufrates, hace ocho mil años, y no en el fervor patriótico de los últimos trescientos.
Veamos qué pasa, es el turno de Obama.

domingo, 11 de enero de 2009

Carta a una señorita de Burgos

Un mes de enero de hace ya muchos años, los suficientes para que sólo recuerde la estación y el mes pero no el año, terminé de escribir un relato breve en forma de carta. Tenía todo el sabor de mi personalidad de entonces, la de un universitario triste y bastante leído que buscaba destilar la esencia misma de la literatura. Huelga decir que no lo conseguí, pero de aquella época mohína de mi vida, a parte de algunas zancadillas del amor, saqué esto.


Carta a una señorita de Burgos

Cuan extraños y caprichosos son, Teresa, los senderos que en la memoria llevan a un recuerdo concreto. Así me ocurre a mi con aquel que lleva a la visión de tu rostro, que se me antoja desvaído e indescifrable en cualquier intento de evocarlo durante el día pero que puedo poseer, en cambio, con una precisión y claridad asombrosas, en un instante muy concreto al final de la noche, entre la vigilia y el sueño, cuando despierto y, aún sin abrir los ojos, soy consciente de la existencia de un mundo allá fuera, detrás de la cortina rosada de mis párpados. Sólo en ese momento, tan brillante y efímero, puedo hallar en mi memoria la plenitud de tu rostro, de cada detalle que lo configura, cada gesto, sonrisa o ademán que me llevó a amarlo. Luego, con la naturalidad con que el viento barre las hojas, abro los ojos y la imagen se pierde, se evapora, y no importa que intente o finja dormir de nuevo, tu rostro jamás vuelve. Rendido, me levanto y cumplo con la rutina que se impone en mi vida pero ya todo se reduce a una lenta espera, como un hombre que vive sólo para aguardar la salida del sol cada mañana.
Déjame, Teresa, que te cuente cómo llegó a ocurrir, cómo fue que perdí los últimos retazos de mi cordura.

Por aquel entonces ( en realidad no hace tanto tiempo de eso ), yo tenía mi mundo en orden. Había comenzado un nuevo curso en la facultad, uno más de una larga ristra ya iniciados, y aquel otoño en las aulas me debatía entre la angustia de mi lento avance en los estudios y el orgullo que sentía por el tímido estreno de mi carrera literaria con la publicación de uno de mis relatos en un volumen antológico. Y es que para mí todo se reducía a la luz de los días, a los libros que leía, a los amigos con quienes reía y al mundo hermoso sobre el que a ratos escribía. Tan asentadas me parecían las cosas, y tan suave y calmado su devenir, que no creí que fueran a cambiar: cuando el mundo viene siendo el mismo desde tiempo atrás, uno tiende a pensar que siempre ha sido igual, y al no recordar un pasado distinto, tampoco imagina un futuro muy dispar.
Pero un día subes por la gastada escalinata del aula Rey Pastor y tu mirada tropieza con la de una muchacha de ojos claros. Luego, sin volverla a mirar siquiera, muy tranquilo, dejas tus cosas sobre el pupitre, escuchas los quejidos de la madera al sentarte y contemplas la vista amplia que ofrece el aula. El profesor comienza a divagar junto a la pizarra: sus gestos, sus soniquetes y muletillas, son los de siempre y mientras le escuchas el mundo parece seguir siendo el mismo que era ayer.
Es curioso, jamás somos conscientes del principio de las cosas en el momento en que éstas se producen, no captamos la sutileza con que los pequeños cambios nos advierten y avisan. No se recuerda nunca, por ejemplo, el día exacto en que nació el amor sino que se suceden en la memoria los días, siempre idénticos, en que pudo ocurrir, y con el tiempo se nombra a uno y en mayúsculas se le titula: “ ese día en que me enamoré ”, pero es mentira, no hubo tal día. La rutina que envuelve las cosas no distingue entre dos puestas de sol y el propio astro gira y gira en torno al centro galáctico con la misma signatura. Siempre ha sido así, se olvidan los comienzos y se rememoran con detalle los finales, a los que se vuelve a menudo con una nostalgia obsesiva y recurrente porque suelen ser abruptos y tajantes, imposibles de olvidar. El principio de algo, en cambio, un libro, una película, una historia cualquiera, parece siempre un intento descarado y a veces irrisorio de establecer una conversación entre autor y lector, director y espectador, como cuando yo mismo, Teresa, me acercaba a ti sin casi conocerte y a duras penas lograba balbucir las cuatro palabras con que pedirte los apuntes del viernes o esgrimir cualquier otra excusa que me permitiera hablarte.
Solía sentir en las sienes las palpitaciones del corazón, la boca seca y las palmas sudorosas y nunca escuchaba lo que me decías ( que si eras de Burgos, que si vivías en una residencia de estudiantes, y otras cosas a las que no presté jamás atención ninguna ) pero, una vez pasado el trance, me envanecía de vuelta a casa pensando en el coraje que había mostrado, la postura valiente con que me había enfrentado a la situación, y valoraba inocentemente el éxito o el fracaso que había cosechado en función de tus gestos, tus palabras y los nervios que, muchas veces, tu misma mostrabas como un reflejo exacto de los míos.
Me parecen ahora muy lejanos aquellos días, en parte porque he vivido y sentido mucho desde entonces, pero entre otras cosas recuerdo que nuestras conversaciones eran breves y tensas, con alguno de los dos siempre en clara desventaja, nervioso al descubrir que el otro había logrado dominar su propia agitación y tenía el control de si mismo. Cuando era yo quien disfrutaba esa ventaja, no podía evitar cierto regocijo al interpretar que la tensión que se dejaba ver en ti era la misma que otras veces padecía yo y que tenía, tal vez, la misma causa. Pero, cuando era yo el afectado, el que no se tenía de pie a tu lado, procuraba evitarte y escapar de clase lo antes posible, y, al día siguiente, arrepentido, me pasaba por la biblioteca para dejar un libro que no había leído y buscar entre un mar de cabezas tu pelo corto y tu piel tan blanca.
Tenían esos días algo de actividad convulsa y obsesiva y se sucedían con una monotonía sólo interrumpida por los momentos que logré pasar contigo, como aquella tarde nublada en la que me quedé charlando con unos amigos después de clase y te vi marchar y, al poco, algo me conmovió y me obligó a salir corriendo detrás de ti, doblando esquinas tras las cuales esperaba hallarte, hasta que distinguí tu silueta blanca al final de la calle y me detuve, aguardé indeciso unos instantes y finalmente te llamé, grité tu nombre al aire una sola vez, alto y claro: ¡Teresa!
- Teresa, me voy contigo -repetí cuando llegué hasta ti, y tu sonreíste pero creo que yo lo decía en un sentido más amplio del que se dejaba entender.

Así continuaron yendo y viniendo los días y las semanas: lunes, martes, miércoles, . . . , sábado y domingo, pero para mi eran sólo el día en que te encontraría en tal o cual clase, el día en que surgiría tal o cual oportunidad de hablarte, y, por supuesto, la ansiedad del largo fin de semana sin verte. Te asaltaba en clase siempre que podía y no podía tanto como quería porque, igual que en ocasiones llegaba de buen humor a la facultad, me mostraba jovial y desprendido, gracioso y divertido, otras era apenas un pálido reflejo del muchacho del día anterior y me escondía y ocultaba en la rutina de las aulas con nombre y los pasillos sin él, pues no pudieses así saber que el hombre que ayer acaso te deslumbraba no podía hoy sostener en los espejos del cuarto de baño su propia mirada. Supongo que así, mostrándote lo mejor de mi y ocultándote lo peor, había pensado conquistarte y olvidé entre tanto que lo que en realidad estaba haciendo era fingir, representar un papel y traicionar en él a una parte de mi personalidad, aquella de la que pensé no podrías enamorarte jamás porque era triste, mohína y profunda y gustaba de caminar bajo la lluvia con la vista fija en la punta de los zapatos.
Lo peor fue que acabé por creerme mi propio papel y lo hice además con un convencimiento desaforado, como Augusto Pérez en la obra de Unamuno, cuando, por más que es advertido, confía hasta el final en su propia realidad y se aferra a ella en lugar de aceptar que no es más que el personaje de una novela, una obra de ficción. Y así empecé yo también a convencerme de que en mi vida no existían los días malos, que no había tristezas ni depresiones, ni momentos de angustia y ansiedad y que podía ser en todo momento el hombre maduro y seguro de si mismo que cualquier mujer, también tu, Teresa, querría a su lado.
No funcionó, claro. Un hombre que evita una parte de si mismo queda suspendido sobre un delgado alambre del que caerá cuando no pueda sostener por más tiempo su frágil equilibrio. Empecé por sentirme patético en los momentos en los que no lograba divertirme o pasarlo bien constantemente, como si no recordara ya que la vida de un hombre está formada por días dulces y días amargos y que sólo el azar y sus sutilezas nos traen a veces unos y a veces otros, y acabé por creer que el mundo era una farsa o un teatro y yo un actor poco dotado que no lograba representar su papel con la continuidad deseada ni la brillantez esperada.
Me derrumbé finalmente en una semana de vanidades rotas y descubrimientos larga y cruelmente postergados, como aquel que me anunció la existencia de tu novio, ocultó hasta entonces en todas tus sonrisas, en tus nervios de colegiala, y que en tus labios fue sin embargo súbita y descaradamente pronunciado. Y de aquel momento horrible recuerdo sobre todo el perfil de tu sonrisa antes de darte la vuelta y marcharte, una sonrisa que entonces me pareció estar burlándose de cada gota de sentimiento que me había hecho palpitar.

Igual que desgarra el cielo antes de la tormenta, igual que se cubre de nubes negras el firmamento y chapotea la lluvia en los cristales, algo así debió ocurrirle a mi corazón. Se oscureció mi visión del mundo y durante las noches interminables tenía continuas pesadillas. En todas ellas la escena se repetía: tu te alejabas y con estudiada indiferencia me dabas la espalda pero, antes de perderte en las sombras, me mirabas una última vez y te reías y yo sentía de nuevo todo el descaro y la burla de esa risa. En mis sueños, ese momento era tan doloroso que despertaba bañado en sudor, con las sábanas literalmente pegadas a mi piel. Y aunque es cierto que el tiempo lo cura todo, a veces éste pasa muy despacio, y durante los días siguientes recorrí como Dante los infiernos a los que nunca me había asomado, vagué sin rumbo por paisajes desolados, hasta que, entre lagos de azufre y cuevas de rojo fuego, por debajo del noveno círculo, hallé los restos de mi maltrecha personalidad, la que yo mismo había despreciado, y la hallé humillada, vendida, traicionada. Con las rodillas clavadas en la tierra me pregunté por la causa de mis desdichas, la razón que hasta aquel oscuro lugar me había llevado y, como quiera que tu nombre era siempre la respuesta, me enamoré de ti.
Sé que no suena precisamente encantador, un amor fraguado en la angustia y la soledad, en la tragedia de un corazón destrozado, pero es al calor de los sentimientos más intensos, Teresa, que surgen las pasiones más desaforadas, y así ocurre, por ejemplo, en las guerras, donde han tenido siempre lugar las mayores historias de amor y odio que se hayan narrado ( se me viene ahora a la memoria la del joven Robert Jordan que Hemingway retrató en “Por quién doblan las campanas” , pero son cientos las historias, reales e ilusorias, en las que es la intensidad de los sentimientos y no su carácter, amor u odio, tristeza o alegría, lo que finalmente enciende la llama ).
En la desnudez y el miedo que sentía, en la nausea profunda que me invadía cuando recordaba lo lejos que había llegado en mi febril obsesión, hallé la forma de expiar mis culpas, pero peor que todo eso fue descubrir que te seguía deseando. Y así admití por fin que nada de todo aquello habría ocurrido si no fuera porque algo más poderoso que la lógica o el pensamiento había tomado las riendas de mi vida, algún hechizo que me controlaba y ataba. Sólo entonces comprendí que te amaba.

Fue como empezar de nuevo.
Caminaba por mi casa deambulando como un zombie, sin ningún propósito o intención. Mis pensamientos estaban vacíos y ejecutaba mis quehaceres diarios con la pasión de una máquina o un ordenador. Mi ánimo hacía tiempo que se había empobrecido, reduciéndose mansamente como la hoguera de un campamento en el que todos se han ido a dormir. - A tu hijo le pasa algo -le decía mamá a papá en el salón. - Ya se le pasará -contestaba él creyendo que no les oía. Sí, fue como empezar de nuevo porque así empiezan todas las cosas, partiendo del reino de la nada, y allí estaba yo.
En ese arrastrar por la vida, aquellos que mejor me conocían no daban crédito a mi repentina falta de interés por las cosas. Yo mismo no entendía cómo un sentimiento que normalmente trae consigo un exultante deseo de vivir, podía sumirme en cambio en una melancolía como esa que suele bañar, con el sol tardío, las tardes de los domingos invernales. Había perdido la confianza en mi mismo cuando traicioné y acallé una parte de mi personalidad, como si me avergonzara de ella, pero, una vez admitido el error, no era capaz de salir a flote porque sabía que las causas que me habían llevado a ello ( y todas ellas se resumían en ti, Teresa ) permanecían aún vigentes, igual que sabía, y esto era lo peor, que si obtener tu cariño de ello dependía, una y mil veces me traicionaría.
Y pensando en todo eso, cada vez me costaba más acercarme a ti, hablarte. Me acosaban sudores fríos y labios temblorosos y, sin embargo, salía de clase en las tardes que yo llamaba impares ( porque no estabas tu en ellas y eran tres a la semana ) y a la caída del sol paseaba como un fantasma por la avenida de Reina Victoria con la única esperanza de encontrarme casualmente contigo. Lo que iba a decirte si así ocurría no lo sabía, pero mientras tanto caminaba solitario por las aceras manchadas de grises, adornadas de tiendas viejas y tristes, peluquerías como las de antaño, farmacias con rebotica y frascos en las estanterías, breves pozos de aroma en el aire y los sonidos de sirenas y tráfico. Se precipitaba la noche y la ciudad se encendía, los semáforos lucían como guirnaldas entre los faros blancos de los coches y las farolas transformaban en oropel lo que antes fueran tonos mediocres. Son tardes como esas, Teresa, sin nada esencial ni destacable en ellas, las que luego se graban indelebles en la memoria, no como hechos o fechas sino como luces, olores, sabores y demás sentidos que se mezclan en un todo muy disperso y que las simples palabras nunca logran describir. Paseaba desde Guzmán el Bueno hasta Cuatro caminos y allí entraba en la boca del metro donde descendía esos cuatro famosos tramos de escaleras que acercan a cada hombre a su propio y particular infierno. Luego, en el vagón de metro, mecido por el suave traqueteo de ruedas y raíles, observaba mi pálido reflejo en las ventanillas y me acordaba de que al día siguiente te vería en el aula N3, porque mañana era día par y nunca te había visto faltar a esa clase. Y esa certeza, saber que mañana estarías allí, sentada entre las primeras filas, me agitaba tanto que deseaba que llegara el día y al mismo tiempo lo temía pues adivinaba que en el estado actual en que me hallaba sería incapaz de hablarte como deseaba hacerlo, de comportarme tal y como yo era y no como la sombra del hombre había fingido ser.
Y así cada día me levantaba y me enfrentaba a la rutina. Llegaba siempre tarde a clase, como en mi era costumbre, pero en aquellas mañanas pares era además un alivio saber que gracias a ello había eludido ya un primer encuentro contigo a la entrada del aula. No, no quería hablarte, sabía que no podía, que no era capaz, pero me encantaba observarte desde la distancia de la última fila, tu cabello liso y cobrizo y de vez en cuando, al girarte para hablar con alguien, el asomo de tu perfil. Te veía sonreír, hablar divertida con el compañero sentado a tu lado y sonreír de nuevo. Y en tu dicha hallaba yo mi tristeza sin entender la razón. “ ¿ Cómo puede la sonrisa de la persona amada -le preguntaba a mi hado- , su gozo y alegría, llegar a causarme tanta pena y angustia ? ”. Y la respuesta la obtenía yo en tus nuevas risas y en mi soledad de la última fila, hasta que mi hado suspiraba y, mohíno él, me contestaba: “ Porque sonríe sin ti ”.
Y así era, así es, el amor es sobre todo un sentimiento profundamente egoísta porque deseamos la felicidad de aquel que amamos pero no entendemos que éste pueda ser feliz sin nosotros. En realidad, una respuesta aún más versada y sin duda mucho mejor expresada, la había hallado yo años antes leyendo a Proust, pero su dolor, casi un siglo anterior al mío, me era ajeno, como me eran ajenas por aquel entonces casi todas las cosas menos tu, Teresa.

Recordaba vagamente haber visto el mundo de forma muy distinta a como lo veía ahora. La frase “El mundo es hermoso” había estado alguna vez en mis labios, mas ya no podía ni tan siquiera pronunciarla sin sentir que mentía, a mi mismo y a todo el que me oyera. El mundo, a la luz de mi mirada, era de un gris muy desvaído, de unos tonos descoloridos que simbolizaban la derrota de los sueños y el fracaso de los sentidos. Cuando pienso en lo fácil que hubiera sido echarte la culpa a ti, odiarte, sólo un poco al principio y algo más cada vez, . . . , pero en el estado apático en que me hallaba me era más propio pensar que nadie es culpable de nada, que las cosas ocurren según un plan previsto con antelación a cuyo esquema prefijado no podemos escapar. Aceptar que el mundo no es hermoso, que el amor no es necesariamente un sentimiento de ida y vuelta, se convirtió en la enseñanza de aquellos días.
Mis amigos, los más íntimos, aquellos a los que jamás ocultaba nada, no eran ajenos al nihilismo en que me estaba sumergiendo y me miraban extrañados sin atreverse del todo a preguntar. Notaban con desasosiego que ya no respondía con risas a sus chistes, que no estaba atento a sus conversaciones e intentaban sin éxito involucrarme en aquellas actividades de las que yo siempre había disfrutado pero que ahora me importaban cada vez menos. El pitido inicial del partido de los domingos, por ejemplo, solía sorprenderme inmóvil y distraído de mi posición en el campo, y al final de los encuentros olvidaba, cada vez con más frecuencia, cumplir con mis obligaciones de capitán. En la noche de los viernes mis amigos me llamaban para salir, como siempre, pero, acostumbrados cada vez más a mi desidia, poco a poco dejaron de consultarme sobre los pequeños detalles, como el lugar a donde iríamos o el coche que cogeríamos. En esas salidas de fin de semana yo mismo me fui diluyendo como una gota de tinta en un vaso de agua. Estaba allí, a su lado, pero todos me sabían ausente y en los ambientes abigarrados de los bares y discotecas que frecuentábamos, entre el humo de los cigarrillos que ascendía en remolinos bajo luces multicolor, el calor insoportable y la música envolvente, mi presencia era cada vez menos evidente. De liderar aquellas salidas pasé a ser un mero cómplice de ellas: me quedaba absorto, con un codo apoyado en la barra, contemplando el sin fin de rostros que pasaban a mi lado, que me rozaban o empujaban, que se agitaban convulsos en la pista de baile. Trataba, ahora me acuerdo, de encontrarle algún sentido a todo aquello, a mi estado de ánimo, al de los demás, y a la inexplicable y abismal diferencia entre ambos. Pero era un esfuerzo baldío, inútil en su propósito y, muy pronto, bajo la idea inane de que muchas de las cosas de esta vida son simplemente incomprensibles, abandonaba y me rendía. Volvía entonces a mi pensamiento habitual, en el que, sobre todas las cosas, deseaba el final de aquel paréntesis tedioso que representaba el fin de semana y que tan dolorosamente me privaba de tu mirada.

En aquella época, ahora así lo veo, yo era como una bandera al viento, y me agitaba al capricho de éste. Llegaba a clase y esperaba la llegada de la brisa, o del vendaval, porque de vez en cuando tu te acercabas en los vestíbulos o en los pasillos y me preguntabas algo y si yo era capaz de responder con soltura y salir airoso de la situación, de arrancarte incluso una sonrisa, de nuevo podía entrar en los servicios y sostener mi mirada en los espejos. En esas ocasiones era otro, regresaba a casa con un gesto que no estaba esculpido en mi rostro y, si coincidía con un viernes, salía esa noche con una fuerza y unas ganas ya olvidadas y hasta mis amigos creían de pronto que su viejo compañero de juergas regresaba. Pero era una esperanza efímera porque a veces ni siquiera esa noche duraba y, antes de que amaneciera por encima de los edificios de la Castellana, me tornaba de nuevo meditabundo y taciturno y, al notarlo, yo mismo aceptaba que la noche estaba acabada para mi, me despedía de todos y salía a las calles escarchadas donde las farolas repartían una amarilla y neblinosa luminiscencia y las alcantarillas exhalaban su vaho cálido y ponzoñoso. Aterido por el frío, caminaba envuelto en el forro polar y cubría mi barbilla con su embozo de terciopelo. Eran tres cuartos de hora lo que duraba el paseo a casa, tres cuartos de hora para pensar mientras atravesaba la ciudad y me protegía del relente una noche más.
En esa tesitura, Teresa, llegó el último día de clase, la víspera de las vacaciones de Navidad, y tras él, sabía, me esperaba el más largo e insufrible fin de semana sin verte. No hacía sino pensar que las circunstancias me obligaban a despedirme de alguna forma, a arrancarte una última sonrisa que pudiera llevar conmigo y me sostuviera no un par de noches sino las dos semanas completas que se avecinaban, salpicadas de días festivos y visitas familiares, de una rutina que se repetía anualmente y que cancelaba igual las clases que los partidos de los domingos por la tarde, donde hasta ahora al menos había tenido la oportunidad de desfogarme golpeando con furia el balón.
Pero llegado el día, el momento preciso al salir de clase, no te dije nada. Me despedí en cambio de todos mis compañeros y compañeras de la facultad: me los iba encontrando por los pasillos y, muy jovial, les deseaba felices fiestas o les invitaba a acompañarme a mi y a otros amigos a la cafetería de Químicas donde se anunciaba, casi se oía ya, una buena fiesta. Y en esa fiesta y con esos amigos me oculté, llené mi estómago vacío de sidra y cerveza y traté de empaparme de una juerga que yo no entendía porque para mi en aquel día, como en tantos otros antes que él, nada había que celebrar. Asentía cuando mis amigos, venidos de otras facultades y universidades, me hablaban a gritos por encima de la música pero, en mi tácita aquiescencia y en mi falsa sonrisa, pensaba sólo en que no iba a verte en largo tiempo y en que ni siquiera me había despedido. Te imaginaba sentada en un tren a Burgos, mirando más allá de la ventanilla y olvidándote completamente de mi a medida que el paisaje sucio y gris de los arrabales de Madrid quedaba atrás. Me dolía, ante todo, la presteza con que la que creía que me olvidarías y lo poco que yo había hecho para evitarlo. Y en ese sufrir transcurrió la mañana y, entre más bebidas y risas no sentidas, cayeron sobre nosotros las primeras sombras de la tarde. Cuando ya estabamos a punto de marcharnos, nos entrevistó una reportera de Telemadrid a la que seguía con sumisa obediencia un cámara de televisión: contesté a sus preguntas con voz queda y rostro pétreo, de forma que nadie hubiera dicho que aquello era una fiesta. El cámara me enfocaba desde la izquierda y yo imaginaba mi perfil en un millón de televisores, en los hogares, en los bares, en las estaciones de ferrocarril.
Luego, de camino al coche aparcado junto a la facultad, pensé que probablemente aún no habías tomado ningún tren, tal vez hacías en esos momentos las maletas en esa residencia cuya ubicación por tus indicaciones yo más o menos conocía. Desarrollé esta idea mientras conducía por el paraninfo. Iba solo, con la única compañía de la música que en ese momento hacía vibrar el radiocassete del coche. Dos amigos me seguían en otro coche y les veía hacer gracias en mi espejo retrovisor. Aceleré y entré muy fuerte en la larga cuesta zigzageante que lleva de la ciudad universitaria a esa otra ciudad más urbana y más real que es Madrid. El coche de mis amigos comenzó a rezagarse pero yo cambié otra marcha y apreté el pedal. No quería pensar en la razón por la cual corría tanto pero la sabía muy bien: desde hacía unos minutos había concebido la idea de pasarme por tu residencia y preguntar por ti y era algo que, en el fondo, creía que no debía hacer, que me perdería en una despedida que para mi significaría mucho y para ti acaso nada. En un ataque de ansiedad, estaba acelerando más y más con la intención de pasar cuanto antes esa calle en la que debería girar si quería cambiar mi acostumbrado trayecto a casa por ese otro que me llevara hasta ti. Pasé un semáforo en verde y otro en ámbar, alcancé los noventa kilómetros hora en plena ascensión y entré en Reina Victoria con un bandazo. Pero entonces, a punto de cruzar la calle en cuestión, de nuevo esa imagen del tren, ese doloroso recuerdo de lo fácil que te sería olvidarme.
Creo que giré a cuarenta o cincuenta kilómetros la hora, no está mal para un giro de noventa grados. Oí chirriar los neumáticos y vi pasar por el retrovisor y perderse el coche de mis amigos y, más acá, pero en el mismo espejo retrovisor, encontré rostros que me miraban boquiabiertos desde las aceras. Bajé el volumen de la radio, seguí las indicaciones que me habías dado en cierta ocasión y aparqué en segunda fila.
Es curioso que me acuerde tan fielmente de todo eso, que recuerde con semejante virtuosismo de detalles todo cuanto aconteció en ese día, y apenas sí logre encontrar en mi memoria lo que pasó después, la conversación que tuvimos o tus rasgos y tus gestos mientras charlábamos. Una vez más, olvidé justo lo importante. Fue precisamente por aquel entonces cuando perdí el poder de invocar tu rostro y la capacidad de llamarlo a voluntad, y empecé a depender de esos momentos singulares entre la noche y el día, el sueño y la vigilia, para recobrarlo durante sólo unos instantes. Sí, Teresa, como te decía al principio de esta carta, qué curiosos los recuerdos y qué curiosa la memoria, y sí, Teresa, también yo me pregunto qué tendrá que ver tu rostro con el final de la noche y el advenimiento del día.

Las vacaciones fueron como esperaba. De pocas cosas puede uno decir algo así. De común, las cosas nunca ocurren como uno empieza por sospechar o como acaba por planear sino que se tuercen de pronto en giros bruscos, como aquel que en un golpe de volante me llevó a tu residencia sin que yo pudiera impedirlo. Las vacaciones, en cambio, son otra cosa porque, las clases, aún en su monotonía, introducen cambios y situaciones sin los cuales los días quedan vacíos y reducidos a una monotonía todavía inferior. Comienzan con un sin fin de planes sobre las cosas que has de hacer en cuanto tengas tiempo y luego resulta que el tiempo sobra y los días se repiten y te sorprenden sin hacer básicamente nada, cada nuevo día una copia del anterior, hasta que ya no distingues los martes de los jueves.
La visita imprevista a tu residencia no había logrado sacarme de mi estado aletargado ni evaporar mi calmada desidia, más bien todo lo contrario: lo había aplazado todo, mi vida y mi futuro, mis sueños y fantasías, hasta que acabaran aquellas aburridas vacaciones. Durante los primeros días salía de mi habitación y caminaba perdido por la casa dando vueltas y vueltas como un animal encerrado en su jaula. Vagaba hasta el estudio y leía un rato, erraba hacia el salón y miraba sin pestañear el televisor, y el final de cada programa y de cada película me sorprendía sin que supiera qué había visto o qué había sido del protagonista. Sólo el informe meteorológico conseguía a veces fijar mi entendimiento: escuchaba al hombre del tiempo y miraba el mapa de símbolos con atención, sólo por saber qué cielo cubriría Burgos a la mañana siguiente, si sería de un azul intenso o cubierto de nubes grises, si estarían mojadas las aceras cuando salieras a comprar el pan o si, horas antes, el viento agitaría las contraventanas de tu cuarto invitándote a despertar.
Fue por entonces cuando comencé a escribir esta carta, sin más motivo que el de registrar todo cuanto estaba sintiendo y llenar con negras letras los papeles blancos del escritorio igual que llenaba con el recuerdo de tu presencia las tardes vacías de los gélidos días de invierno. Y durante algún tiempo no hice otra cosa que escribir, y así pasaba las horas, ora inclinado sobre el escritorio, ora simplemente pensando, pensando en ti. Y soñaba con pasear a tu lado y, al cruzar la calle, cogerte de la mano dulcemente, y arroparte por la noches y dormir entre tus pechos, con el rostro hundido en tu vientre. Ah, Teresa, ¡ qué obsesión la de aquellos días !, ¡ qué dulce desasosiego ! y que leve e inconcreto, en cambio, el desvanecimiento de todas esas sensaciones en un océano de tiempo. Tiempo, tiempo y tiempo; tiempo hasta que ya nada parece igual, tiempo hasta que dudas si fue sueño o realidad.
Las vacaciones actuaron en mi como un sedante bienintencionado, lentamente administrado y eficazmente dosificado. Los días helados durmieron lo que sentía por ti y lo ocultaron bajo un grueso colchón sobre el que incluso la princesa del cuento hubiera podido conciliar el sueño sin queja. Pero no estoy diciendo nada nuevo, en todas partes es sabido que el tiempo actúa así, con todos los sentimientos sin distinción y siempre sin excepción: no existe odio ni amor lo suficientemente intenso que resista su paso paciente y su constancia tenaz. Te fuiste así, sin más, ¿ cómo describir de otra manera lo que viene de lejos, sin prisas y no podemos percibir ?.
A la vuelta de las vacaciones lo intenté, te hablé y me moví hacia ti guiado por una inercia que aún duraría algún tiempo. Pero por más que yo lo negara, por más que buscara en tu rostro lo que antes no podía dejar de ver, ya nada iba a ser igual y en el paso de los días percibí la ausencia del calor que antes me provocara tu sola presencia en la misma habitación. Me sentaba junto a ti en clase, codo con codo, y me suponía a mi mismo nervioso pero lo cierto es que a lo largo de los tediosos minutos sólo acumulaba una blanca indiferencia. Es curioso cómo me empeñaba en recuperar aquello que, sin embargo, me había hecho sufrir tanto. De hecho, al principio fue miedo, casi pánico, a perder aquello que por ti sentía, aquello que me sustentaba y mantenía. Y no fue que con el tiempo lo aceptara sino que un día me levanté y, simplemente, no pensé en ti, y ni siquiera me apercibí de ello hasta varios días después, cuando ya era tarde. Así de súbito fue. Y aunque luché y te llamé y traté de perder nuevamente la cabeza, me era imposible seguir fingiendo una ilusión que ya no sentía, aquella de cuando el mundo no era hermoso pero sí tácito y misterioso, cuando sólo soñaba con tu rostro y me aburría en las discotecas, cuando paseaba por las calles a la caída del sol y miraba absorto el informe meteorológico.

Que brusco es siempre el final, Teresa. Ahora me parece mentira todo lo que ha pasado. Leo los primeros párrafos de esta carta y los encuentro huecos, casi vacíos: ya no puedo comprender. He vuelto a mis libros, a mis escritos, pero echo en falta algo de la magia que me invadía, del hechizo turbador que me poseía, aunque haya recuperado a cambio la alegría de vivir. De nuevo pienso que el mundo es hermoso, pero lo es de una forma no prevista y que no siempre nos es favorable, y a veces nos sentimos vitalmente unidos a la complejidad de sus situaciones, abrumados por la maravilla de sus colores, de sus cambios de luz, . . . y otras sólo deseamos salir y escapar de él con las prisas de un disparo en la sien. La belleza del mundo está en sus contrastes, en los cielos azules que se tornan grises, en la noche oscura vencida por la luz del día y en la ironía de un amor sentido muy hondo y olvidado aún más pronto.