domingo, 2 de noviembre de 2008

La lluvia


Qué tremendo el placer que se siente cuando un aguacero te coge guarecido en casa y te permite, desde el lado seco y caliente de la ventana, observar su violencia inútil contra los edificios y sus fachadas, batiendo, encharcando las calles adoquinadas y levemente iluminadas. Nada más agradable que levantarte un domingo por la mañana, desayunar un vaso de zumo, unas tostadas, una taza de leche y acercarte, aún en bata, a esa ventana helada. La luz del día oscurecida por un eclipse de nube y una cortina de agua que se agita viva en el aire. Cerca, la terraza empapada. A lo lejos, edificios emborronados.

En días así, suelo recordar el contraste que supondría atravesar con un pequeño avión esas nubes opacas y, después de unos minutos de vaporosa ceguera, surgir con las alas aún mojadas, metálico y brillante, sobre la cima algodonada de las nubes. Ese hecho simultáneo, el de la base oscura y sombría de la nube más tormentosa en contraste con su techo blanco, luminoso, reflejando fuertemente el sol, siempre logra maravillarme, precisamente por eso, ¡porque ocurre a un mismo tiempo!: las sombras y el temor, la humedad de los charcos y el envite de la lluvia aquí abajo… y la luz cegadora, el cielo azul y brillante sobre una alfombra de nubes blancas, allá arriba.

Y todavía hay quien se pregunta por qué en el hombre ese deseo loco de volar.

2 comentarios:

stratosergio dijo...

La verdad es que un domingo en el que te vas a quedar en casa, la compañia de la lluvia afuera es ideal. Mientras ves una peli en el sofa, escuchas algo de música... Pero un consejo: si toca limpieza matinal, no dejéis las ventanas abiertas de par en par! Mecachis!

Jaime Primo dijo...

¿A qué huelen las nubes?