jueves, 20 de noviembre de 2008

El señor de las moscas

Con esta entrada en mi blog, comienzo lo que podría darse en llamar una sección de “crítica literaria”. Sin embargo, no es así: puedo garantizar que casi todo lo incluido a partir de ahora en dicha sección será más bien “veneración literaria”, porque aquí me propongo escribir sobre libros que me han marcado, que me han hecho gozar, y nunca sobre aquello cuya calidad, en opinión de este humilde lector, no merece mayor comentario. Todos hemos cometido el error, normalmente ineludible, de leer un mal libro, pero escribir además sobre él me parece propio de idiotas. Hay que escribir, hablar y cantar las alabanzas sólo de los buenos libros, de aquellos con los que hemos disfrutado, para que ganen la fama que merecen y perduren. El tiempo, con paso objetivo, ya se encargará de borrar de la memoria todos los demás.

He titulado esta sección “Creaciones, propias y ajenas” porque he concebido la posibilidad de introducir en este blog, si algún día me atrevo, alguno de mis relatos breves, ninguno de los cuales merece en todo caso abrir la sección.


El señor de las moscas, de William Golding



Bajo este título que hoy alguien relacionaría más con Mordor y la Comunidad del Anillo, se esconde en realidad la historia de un accidente aéreo, el de un avión real cuyo pasaje está formado, casi en su totalidad, por disciplinados niños de un colegio inglés. De manera elegante, el autor sólo nos deja entrever, gota a gota, que detrás del accidente y las aventuras de estos niños, abandonados a su suerte en una isla tropical, el mundo ha sido víctima, una vez más, de una guerra de alcance global, quizá nuclear, pero cuyas batallas y combates se celebran todavía, si acaso, en los teatros europeo, americano o asiático y apenas sí rozan los cielos de esta solitaria isla perdida en algún lugar del Pacífico Sur.

Planteado el argumento, simple, atractivo, cabe preguntarse: ¿qué harán una treintena de niños de edades comprendidas entre los 4 y 12 años en una isla tropical sobre la que se ha estrellado su avión sin que haya sobrevivido ningún adulto? Y contra el pavor o la lástima que esta situación pudiera sugerir a un adulto, la primera respuesta del libro es pasmosa: divertirse. Sí, desde ese momento inicial, la maestría del autor nos recuerda que hablamos de niños tan jóvenes que, como todos a su edad, no prevén ni temen el futuro, no tienen conciencia de la muerte y no ven en su situación una calamidad tanto como una oportunidad para jugar en playas de arena blanca, nadar junto a coloridos peces o escalar y explorar la misteriosa montaña de la isla. Todo sin ningún adulto que les prohíba o les censure por hacer simplemente lo que desean hacer. Sólo uno o dos de los muchachos, los más maduros, que no necesariamente los mayores del grupo, son capaces de discernir que en cuestión de horas tendrán hambre, que por la noche tal vez haga frío, que deben organizarse y especializarse, es decir, imitar la sociedad de sus padres y reproducirla con éxito en aquella isla hasta que sean rescatados.

Como experimento psicológico, esta novela es ya un sobresaliente por atreverse a preguntar qué harían nuestros niños, que apenas han vivido unos años en nuestra moderna y civilizada sociedad industrial, si de pronto se les apartara de todo referente y se les dejara libres y sueltos se mitad de la naturaleza. Y la respuesta sugerida es atrevida pero escalofriantemente razonable: con contadas excepciones, olvidarían casi todo lo aprendido, pues en su nuevo entorno no les serviría de mucho, y regresarían a un estadio salvaje, más propio de unos mamíferos erguidos, simples homínidos con una herencia genética, física, pero sin un conocimiento correctamente trasmitido de una a otra generación. De esta forma, mientras la novela comienza con algunos muchachos de la isla tomando referencias del mundo británico que han perdido y tratando de organizar al resto, de imponer unas normas que ayuden a la supervivencia de todos, otros niños se enfrentan a los primeros desafiando dichas normas, creando otras nuevas e imponiendo otra ley, más básica, más primitiva, basada, claro está, en la fuerza. Así, la educada y sensata formación de unos niños de colegio británico se acaba convirtiendo en una vorágine de violencia y caos, de misterio y misticismo, de perseguidores y perseguidos. Así llegamos a las cinco o seis últimas páginas, que no tienen desperdicio: la seguridad paterna representada en la barriga blanda de un hombre adulto, la involución de la cultura humana en el olvido de un niño pequeño de las señas y la dirección que debe repetir a cualquier adulto en caso de verse perdido.

Todavía hoy se duda de qué pretendía su autor al escribir la novela y las interpretaciones del libro son tantas y tan variadas que, al igual que ha ocurrido con los grandes clásicos que han sucedido al Quijote, esta novela corta ha pasado a formar parte de aquellos relatos que intentan y logran describir la naturaleza humana y, por tanto, son dignos de formar parte de ese invento sofisticado y ancestral llamado literatura universal.

Sin embargo y aunque estoy absolutamente de acuerdo con lo anterior, yo, que siempre he pertenecido y probablemente siempre perteneceré a la corriente puramente estética que defendía Nabokov (sencillamente porque es la belleza de lo escrito la cualidad que me hace amar un relato, llorar sobre él y venerarlo después como a un ídolo pagano), me quedo con el desarrollo onírico de esta novela, narrada desde el principio como un sueño inofensivo que se transforma lentamente en pesadilla y que concluye en un estallido brusco y final, como resulta ser casi cualquier despertar.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Pues yo no hago más que leerte para ver si te animas a poner algún relato tuyo, me dejas helado quillo.

Will Parker dijo...

¿Qué sujeto anónimo será este que con tan breves palabras me pide semejante esfuerzo? Andaluz, seguro, porque ese "quillo"... pero aún acortando este detalle las posibilidades de identificarle, sigo sin saber de quién se trata...